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En la década entre 1976 y 1986, fechas en las que se aprobó la Ley de Reforma Política de Suárez y la segunda victoria electoral del PSOE de Felipe González, España vivió uno de los períodos más intensos e irreprochables de su historia. En esos años se reinstauró la Democracia, no sin innumerables sobresaltos que la pusieron a prueba varias veces, saliendo victoriosa de todos ellos. La historia de aquellos años está contada al minuto con rigor notarial en miles de publicaciones, paralelamente a sus interpretaciones, cuya unanimidad inicial sobre su carácter ejemplar, ha ido dando paso a un cuestionamiento progresivo a medida que dejaba de ser una historia vivida para ser una historia contada. Ya sabemos que cada generación reclama su cuota de épica para llenar de sentido su paso por esta vida terrenal. Pero no hay épica sin confrontación y victoria, de ahí que los relevos generacionales se produzcan con enmiendas parciales o totales al mundo del pasado, y nada gusta más a los jóvenes que derribar todo el sistema de convicciones y seguridades de sus mayores… hasta que les toque a ellos pasar por el mismo trance. En el viaje de la niñez a la senectud hay una etapa en la que el inocente atavismo rebelde del caca, culo, pedo, pis siempre acaba pasando a mayores de una manera u otra, pacífica o violenta, hasta que ese fogonazo insurrecto es generalmente fagocitado por la moda, que siempre gana.
El gran patrimonio de la generación que protagonizó esa década es, naturalmente, la Transición y, por tanto, el gran tabú a demoler. La pasión española por crear ídolos es sólo comparable al escabroso placer de derribarlos, ya sean deportistas, cantantes, escritores, filósofos y todo aquello a lo que hemos dado carrete para volar, con la posibilidad de tirar de la cuerda y estrellarlos a nuestro antojo. Por aquellos días la convulsión de la calle tenía su reflejo en nuestras casas, donde se respiraba en familia la euforia y el miedo, aunque quizás ahora, en el brumoso recuerdo, tuviéramos el convencimiento de que el “Bien”, encarnado por nosotros los jóvenes demócratas, acabaría ganándole la partida al muerto viviente del franquismo. Lo que sí recuerdo es que, aunque hubiera en la mesa una mariscada como elemento de concordia, los almuerzos y las cenas solían derivar hacia unas broncas políticas que, aunque no llegaran nunca a las manos, hacían más pesada la digestión. Esas mesas familiares no eran metáforas de la historia: eran LA historia en acción, el caldo de cultivo en el que se estaba produciendo a escala microscópica la convulsión de todo un país que estaba pasando de la dictadura a la democracia, nada menos.
Pero un buen día, casi sin darnos cuenta, esas broncas familiares desaparecieron como vestigios del pasado, lo que interpretamos como un signo de que, allá en la calle, la democracia estaba totalmente consolidada. Todo ese tiempo habíamos estado cruzando un sólido puente de piedra con el que habíamos salvado las aguas de las discrepancias. Muchos compañeros nos acompañaron en ese viaje: Beethoven, Valle Inclán, Baroja, Velázquez, Induráin, la Quinta del Buitre, el cocido madrileño, la paella valenciana y muchos más que, parafraseando a Hamlet, nos hicieron ver que había más cosas en el cielo y en la tierra de las que cabían en una política paulatinamente degenerada en una partitocracia golfa, ensimismada y excluyente. Y así estuvimos mucho tiempo: la historia “minúscula” de nuestro pequeño mundo familiar era la de un reducto, un oasis, una aldea gala resistente al brutal envite con que la Política y los media iban demoliendo día a día lo que con tanto esfuerzo se edificaba en las escuelas, deshaciendo lo andado como suplicio de Tántalo.
Pero hoy una nueva política apañada con los despojos de la cultura occidental ha vuelto a nuestras cenas y con ellas la bronca, tocándonos ahora a nosotros el papel crispado que otrora correspondiera a nuestros padres, pero en un marco distinto. Podríamos decir que un fantasma recorre ahora las cenas de Europa. Ya no hay puentes culturales entre generaciones sino el abismo de una claudicación que no sabemos como salvar. La “auctoritas” que posibilitaba la transmisión del conocimiento es ahora una brújula desnortada que no admite jerarquías y el debate no es posible porque occidente, al haber dinamitado su historia, ha sustituido la razón por los santos cojones de las nuevas religiones laicas surgidas de la biogenética, el cambio climático y la inteligencia artificial. Ante esta situación lo mejor es callar, para poder seguir cenando en paz y que no te venga un nieto gritándote “¡aparta tus sucias manos sobre nuestra smart city!”, como podría haber dicho hoy Manuel Vicent expresando la desesperación de un progresismo al que se le han caído todos los palos del sombrajo.
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