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Soy consciente de que muchas personas no sabrán de lo que escribo esta semana. También las habrá que me cataloguen de viejuno, sentimental o vintage, que es más moderno. Y es que La Bola de Cristal ha cumplido cuarenta años y esa es una celebración que no puede ni debe pasar inadvertida para unas cuantas generaciones de españoles. ¿Por qué? Pues sencillamente porque la modernidad, o lo contemporáneo, entró a formar parte de la programación infantil, con todo lo que eso supone de pedagogía, recuerdos que siempre permanecerán, normalización de un nuevo tiempo e introducción a nuevos lenguajes y expresiones, a miles de niños de este país. No es poco.
Los niños de aquel tiempo, hablamos de los 80, tan bendecidos, tan vilipendiados, tan mal y bien recordados, tan suyos, y tan importantes en definitiva, nos pasamos las tardes y las mañanas de sábado frente a la televisión contemplando Un globo, dos globos, tres globos (la Luna es un globo que se me escapó, no lo he podido evitar) o Barrio Sésamo, con sus delirantes Epi y Blas, la Rana Gustavo, Espinete o el Monstruo de las Galletas. Hay quien le debe a Barrio Sésamo diferenciar arriba de abajo, adelante de atrás o izquierda de derecha (esos episodios que Verstrynge y Tamames no vieron). Aceptables, pero eran programas que seguían la línea de lo establecido. O sea, clasicotes, tradicionales, con escaso recorrido, poco atrevidos, sobre todo si los comparamos con La Bola de Cristal, o con el espacio que hubo antes, y que tal vez muchos no recuerdan.
Porque antes de la llegada de La Bola de Cristal tuvimos un antecedente que no cuajó, pasado el tiempo creo que se pasaron de velocidad, que fue Pista Libre, también en la mañana de los sábados. Aunque más enfocado a los adolescentes, y presentado por unos presentadores como sacados de un campeonato de surf (y con extraños apellidos, no gastaban Pérez, Gómez o Sánchez, precisamente), hablaban de sexo, de política, incluso de ecología, y pudimos ver los primeros vídeos de Mecano, Parálisis Permanente o Gabinete Caligari. Muy adelantados a su tiempo. Con Alaska como presentadora y gran animadora, ejerciendo de Bruja Truca, se hacía acompañar en La Bola de Cristal por Loquillo, Pedro Reyes, Kiko Veneno, Anabel Alonso, Enrique San Francisco, Santiago Auserón o Javier Gurruchaga, que interactuaban sin previo aviso, e intuyo que en ocasiones sin regirse por ningún guion. El delirio campaba a sus anchas por este programa, al igual que lo hacían los personajes animados, cómo no recordar a la Bruja Avería, Maese Cámara o Maese Sonoro o a los desternillantes Electroduendes. Desde la sintonía de cabecera, Abracadabra, compuesta por José María Cano (la mitad compositiva de Mecano que no se mete en líos), la música tuvo un especial y muy relevante peso en el programa. ¿Quién no ha tarareado lo de Qué tendrá esta bola que a todo el mundo le mola? O aquellas memorables frases tan repetidas: Me importa un vatio, Soy Avería y aspiro a una alcaldía o Viva el mal, viva el capital, tan cargadas de una infantil reivindicación en su ripiosa sencillez.
Imagino que si en este tiempo programaran un espacio infantil tan revolucionario y diferente tendría muchos detractores, sobre todo porque habría de tener en cuenta multitud de fronteras, lenguajes y planteamientos. Y ojo, es bueno que no se recuperen ciertos lenguajes ni que se traspasen determinadas fronteras, por supuesto, siempre que no acabemos practicando un continuo y permanente revisionismo del momento. No me cabe duda de que las películas de Colomo, Trueba y, sobre todo, Almodóvar, con aquellos personajes que nos mostraban esa sociedad que nos habían escondido durante demasiado tiempo, y con aquellos pisos de tantos colores (que la mayoría acabamos copiando), o los mágicos y nocturnos martes de La Edad de Oro, ayudaron y mucho a construir y proyectar una España que escapaba de lo gris, de lo viejo, del tocino y de la caspa, para parecerse, al menos un poquito, a la Europa que la rodeaba, y de la que tan lejana se encontraba. Han pasado cuarenta años del primer programa de La Bola de Cristal y somos muchos los que la seguimos recordando. Una especie de certificado emocional de un espacio que a su modo nos marcó más de lo que imaginamos.
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