Más de una cuarta parte de los españoles viven por debajo de los ingresos mínimos para sobrevivir. Los pobres son invisibles, como almas en pena, solos ante su tragedia. Los gobernantes no les prestan atención y solo la Iglesia se ofrece a cobijarlos bajo su manto espiritual y material. Que León XIV haya publicado una exhortación apostólica sobre la pobreza es un reconocimiento de su gravedad. Pero estamos en fechas de felicitaciones, amistades impostadas, cenas pantagruélicas y derroches superfluos y no parece oportuno decir aquí lo que uno piensa.
La situación actual recuerda la que se produjo durante el siglo XVI cuando la pobreza se extendió por toda la cristiandad occidental. La muchedumbre de indigentes, ancianos abandonados y enfermos, y niños harapientos y famélicos, llegó a ser tal que se produjo una alarma política y social sin precedentes, precisamente en un siglo durante el cual el oro y los metales preciosos americanos enriquecieron a Europa. El alto poder adquisitivo de los mercaderes, acompañado de una codicia inmoral bajo el disfraz del riesgo y el lucro, contrastaba con aquellas masas de desfavorecidos y excluidos.
Los ayuntamientos de las ciudades encargaron a ciertos humanistas que estudiaran sus causas y propusieran soluciones, de manera que se generó un debate intelectual sobre qué hacer con los pobres. Por extraño que parezca, Utopía, contiene en su primera parte el análisis histórico y económico que Tomás Moro realizó sobre aquella cruel situación y apuntó una conclusión sobre las causas de la pobreza: la proletarización y la persecución de los campesinos expulsados de sus tierras, convertidos en vagabundos por las leyes de Enrique VIII. La legislación propició la insaciable codicia de los dueños de grandes rebaños de ovejas, alentados a su vez por el incremento de los precios de la lana en el mercado flamenco y la especulación con la escasez. “Casi todo ha caído en manos de unos pocos ricos que no necesitan vender más que cuando les place y no les place más que cuando pueden vender tan caro como les place”.
Años más tarde fue Luis Vives quien escribió para la ciudad de Brujas su De auxilium pauperum, que originaría una controversia entre dos posiciones opuestas: una laica representada por él mismo, según la cual la pobreza se erradicaría mediante la instrucción y el trabajo. Y la otra, deudora de un pensamiento medieval ligado a la Iglesia, que preconizaba el derecho de los pobres a serlo y, en consecuencia, a su libertad para pedir y recibir limosnas, porque, de ese modo, el cristiano que practicaba la caridad tranquilizaba su conciencia haciéndose merecedor del cielo.
El desarrollo del capitalismo industrial del siglo XIX llevó la pobreza a extremos inhumanos especialmente porque los niños fueron integrados como adultos en el trabajo de la minería y la industria. En esa coyuntura Marx recordaría y se sumaría a las críticas de Moro al incipiente capitalismo comercial del siglo XV. Y las incorporaría en El Capital a su teoría sobre el proceso de acumulación originaria del capital, una contribución esencial para comprender la pobreza actual. La conversión del dinero en capital, de éste en plusvalía y de ésta en nuevo capital explica el punto de partida del régimen capitalista de producción: la disociación entre obrero y medios de producción. Un régimen cuyo poder no atiende a barreras morales.
En estos tiempos, la Navidad ha perdido su esencia espiritual y religiosa y se ha convertido en un instrumento más del capitalismo, su becerro de oro. Lo importante es comprar y vender compulsivamente, alimentando la codicia de los ricos y la vanidad de las clases medias. Los pobres no dejan de multiplicarse. En Dilexi te León XIV recomienda ver la mirada amorosa de Cristo en cada rostro que sufre las consecuencias de ese régimen. Y nos dice: “No tienes poder ni fuerza pero yo te he amado (Ap 3,9)”. Es la esperanza que se nos brinda para combatir y resistir la injusticia y la desigualdad.