César Romero

Tiempos chabacanos

La tribuna

Las personas vulgares bastante tienen con hacerse a sí mismas. Los genios, los verdaderos creadores, jamás están satisfechos con lo que hacen, de sí mismos

Tiempos chabacanos
Tiempos chabacanos / Rosell

02 de marzo 2024 - 00:00

Un afamado colaborador en uno de los periódicos españoles de referencia es despedido, luego de casi medio siglo de presencia en sus páginas, y no tiene empacho en afirmar que muchos compraban el diario sólo por leer su columna. Uno no duda de que pudiera ser verdad, aunque los tiempos de Dickens pasaron y raro es ya el escritor que por sí solo pueda encumbrar o hundir hoy un periódico, pero ¿dónde quedó la falsa modestia, el decoro, un cierto miramiento? Muy satisfecho consigo mismo ha de estar quien proclama algo así, se corresponda o no con la realidad. Ahora que han pasado los Goya, aunque da igual, porque sucede en cualquier otra ceremonia de entrega de premios o festival de cine, y hay tantos premios y festivales que no deben de quedar productores, actrices o montadores sin su galardón, se ha comprobado cuántos profesionales del gremio están convencidos de sus magníficos quehaceres, de que el cine español es poco menos que equiparable al del Hollywood dorado. Tan satisfechos están de sí mismos que cuanto tocan automáticamente se convierte en clásico. Por no hablar del político que jamás duda de su talla de estadista, y si está en activo nos convence de que la mercancía que está colocando, por muy averiada que esté, es de primera calidad, y si ya pasó a ser un jarrón chino pone en solfa al administrador en ejercicio de la casa, sin reparar en que si la casa tiene goteras tal vez sea porque las cañerías que él contribuyó a poner no fueron las mejores o las adecuadas. Se ve que el tiempo no mengua la vasta autosatisfacción de algunos, ni curará, por consiguiente, lo encantado de conocerse que está ese político actual, hoy criticado.

Donde quiera que uno mira encuentra a gentes satisfechas con lo que hacen. Muy satisfechas. Se entiende que en parte lo estén para venderse, eso que todos hacemos de una u otra manera, aunque lo llamemos con otras palabras. Pero si se rasca un poco se ve que no: hay como un mandato social, general, de autosatisfacción, máxime cuando se tiene éxito. Si una canción es tarareada por millones de oyentes, su autor, su intérprete, que saben mejor que nadie cuándo es una birria pese al éxito público, empiezan a pensar que no lo es, y si a tantos gusta es porque es buena e igual ellos unos genios. Si un abogado sacó adelante un pleito complicado, no conjetura sobre la confluencia de afortunadas circunstancias que han dado en ello, sino que lo achaca a su acertada estrategia, a su preparación, y comienza a creerse un hacha en el foro. Raramente oímos a artistas y artesanos (la mayor parte de los que se tienen por lo primero) poner en duda sus obras, cuestionarlas, manifestar insatisfacción. A algún pintor (Antonio López), algún torero (Curro Romero), algún escritor (John Banville), le ha oído o leído uno hablar sobre la insatisfacción que le produce determinado cuadro o libro suyo, sobre el deseo que aún tienen, incluso quien ya no puede, como el torero, de llevar a cabo esa obra, esa faena, con la que siguen soñando, de plasmar en la esquiva realidad lo que sólo ellos en su fuero íntimo son capaces de atisbar, vislumbrar. No es un afán de perfeccionismo, ese que lleva a un escritor a quitar o poner una coma decenas de veces, hasta que el cansancio o la premura lo obligan a desistir. Es otra cosa. Es la permanente insatisfacción que guía a quienes están tocados con un don a mejorar, a no quedarse nunca embelesados con lo hecho, a indagar nuevos caminos, a fracasar de nuevo, como dijo Samuel Beckett en frase ya popularizada. Es lo que diferencia a los genios del vulgo. Las personas vulgares bastante tienen con hacerse a sí mismas, ya hacen bastante (no otra cosa significa satisfacer) con ello. Los genios, los verdaderos creadores, jamás están satisfechos con lo que hacen, de sí mismos.

Sin embargo, los creadores también ahora parecen estar contagiados de este mandato de los tiempos que establece la permanente satisfacción de todos consigo mismos, con lo que son y cuanto hacen. Si la persona vulgar, por este espíritu vigente, tiende hoy a la chabacanería (Julián Marías la definió como “vulgaridad satisfecha de sí misma”), los creadores, los más geniales y los menos dotados, tienden a quedarse estancados, a repetir sus mejores hallazgos, a no intentar una nueva pirueta mortal, a no superarse, quizá por tanto halago que nunca desvela ni llega al fondo último de su creación, quizá porque es más fácil vivir de lo hecho. Es el imperativo de esta época, que nos alienta a estar, aun inmotivadamente, satisfechos de nosotros mismos, y vuelve chabacano a quien es vulgar, y a quien nunca lo fue lo acaba vulgarizando.

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