Tener una opinión Tener una opinión

Tener una opinión / rosell

En la sección de Cartas al Director de los periódicos españoles de hace treinta o cuarenta años era llamativa la asidua repetición de ciertos nombres. Había profesionales que se tomaban la molestia de redactar sus misivas, ensobrarlas y mandarlas a diario. Quizá aquellos tenaces escribidores fueran avanzados que anunciaban uno de los rasgos de nuestro tiempo: el de que casi todos opinamos sobre los asuntos de actualidad, nuevas encarnaciones de los pesados y arquetípicos chalados de barra de bar. Aparte de que raro es el programa radiofónico o televisivo que no dedica un tiempo a la opinión del público, las redes sociales han ampliado tanto las posibilidades que a cualquiera le basta una de ellas para manifestarse sobre lo que sea. Que levante la mano quien no haya opinado sobre las estrategias geopolíticas que se dirimen en la invasión de Ucrania, por ejemplo. Sobre este, o cualquier otro asunto, es muy probable que haya más opiniones que teléfonos móviles, porque algunos, y no por fuerza han de ser políticos, tienen hasta dos o tres distintas a la vez.

Algunos escritores, en entrevistas promocionales, en columnas periodísticas, a veces ponen el acento en lo mucho que se publica, en que se escriben y editan demasiados libros. Curiosamente ninguno sugiere que entre los demasiados libros que se editan, y les parecen sobrar, estén los suyos. No, suelen ser muchos…los de los demás. De igual manera, algunos opinadores profesionales también dejan caer de vez en cuando un comentario similar: se opina demasiado, todo el mundo se atreve a hablar de todo. Para esos comentaristas las opiniones de más son las de otros, no las suyas. No incurrirá uno en el mismo error, pues es probable que la más sobrante, ni siquiera sobrera, en este diario hoy (o siempre, vaya usted a saber) sea ésta, pero sí es cierto que en los últimos años la opinión en los medios de comunicación ha escalado vertiginosamente. El espacio para la información se ha reducido, aunque no lo aparente merced al denominado "periodismo de declaraciones", esto es, la noticia que se limita a trasladar lo que algunas fuentes opinan, declaran. Otro ejemplo es el crecido y muy recurrente número de páginas, o minutos, que tantos medios dedican a encuestas de todo jaez, es decir, a lo que opina la gente sobre cuestiones variopintas. Cada vez hay menos información, no se sabe si por la reducción de los recursos en las empresas del sector o porque a los lectores les interese menos recibir información que ser partícipes o protagonistas activos de lo que pasa.

Manuel Martín Ferrand, el gran periodista creador de programas y emisoras de radio míticas y quizá el principal impulsor de la tertulia radiofónica cotidiana, cuando participaba en alguna y revelaba cierto dato que desconocían sus contertulios solía señalar que lo había leído en un periódico, y apostillaba que leyendo de cabo a rabo cinco o seis al día extraía conocimiento suficiente para formarse su opinión. ¿Lo podría afirmar tan rotundo hoy? Me temo que los medios se han igualado en exceso, a la baja, y en cuanto a información ofrecen un producto demasiado parecido y escaso (tal vez porque la demanda también haya menguado). Y sin información amplia, veraz, contrastada, ¿quién puede formarse una sólida opinión?

En esto el llamado periodismo científico ha sabido ganarle la partida al resto. ¿Alguien se atreve a opinar si la colonoscopia es una prueba tan segura como el análisis de heces para la detección de pólipos intestinales? Nadie, porque no poseemos conocimiento médico para ello. Y sin embargo todos echamos nuestro cuarto a espadas sobre lo decretado por un juez en relación con el prófugo mayor de Cataluña, pese a no tener la técnica jurídica para ello; o sobre la conveniencia de la supresión de las diputaciones provinciales, pese a desconocer la realidad geográfica o económica de muchas provincias; o sobre el cambio climático, exagerándolo o negándolo, aun careciendo de la formación necesaria para saber de qué hablamos. En asuntos que creemos accesibles, asequibles, ya no cuenta la información que hayamos recabado para tener una opinión, aunque sea sólo para saber a qué atenernos, sin necesidad de ir publicándola. O para no tenerla, porque a veces es plausible carecer de ella. Parece que lo importante es opinar, de todo y a todas horas, aunque a casi nadie interese personalmente nuestra opinión individual y, si acaso, sólo lo haga cuando se sume a otras similares y forme bulto y esto conceda el poder de guiar, engañar, reírle las gracias o venderle su mercancía a una muchedumbre a aquellos que aspiren a alguno de estos fines.

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