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El que siembra educación, nunca se confunde. El que siembra cultura, siempre obtiene buena cosecha. El que siembra alegría, recoge alegría, sonrisas cada día. El que siembra amor, recibe más amor. El que siembra respeto, será respetado. El que siembra dignidad, la suya será una vida digna. Al igual que quien siembra rencor, la suya será una existencia amargada, instalado en el rencor. O quien hace de la soberbia su atmósfera, es incapaz de convivir con los demás. Pero el que siembra odio, solo recogerá odio. Solo odio, no obtiene nada más.
El pasado sábado, 22 de julio, se cumplieron 12 años del terrible asesinato múltiple que tuvo lugar en la pequeña isla noruega de Utoya, donde 77 jóvenes pertenecientes al partido laborista, en una jornada de convivencia, fueron vilmente asesinados por Anders Breivik. Entonces joven, Breivik había crecido en el odio. Desde niño asumió e incorporó a su vida los mensajes más extremos del fascismo y del nazismo, hasta crear su propio decálogo de lo que era bueno y de lo que era malo. Los musulmanes, malos, muy malos, y las mujeres, y especialmente las feministas, responsables de hacer este mundo peor.
De niño, a Breivik le encantaba jugar con espadas, con pistolas, que sus padres le regalaban. Muy pronto descubrió las videoconsolas, donde se aficionó a los juegos más violentos. Judío, negro, sudaca, maricón o bollera gritaba mientras mataba virtualmente a sus enemigos. Comenzó a frecuentar las charlas dirigidas a jóvenes de un partido ultraconservador, donde le repetían con frecuencia las mismas palabras: dañino, tóxico, malo, en referencia a los inmigrantes, a los negros, a los comunistas, a los marxistas, a los socialdemócratas. Poco a poco, el virus fue creciendo en su interior, tomando cuerpo.
Anders se aficionó a las armas, compraba en el mercado negro pistolas, fusiles, y no le costó aprender a fabricar sus propios explosivos. El tacto del gatillo le agradaba, lo disfrutaba como una caricia. Mucho más placentero que los videojuegos ilegales que tanto le apasionaban. Poco a poco, con dedicación y constancia, fue preparándose para el gran día, por el que sería siempre recordado. Por su gran aportación a la causa. Una Europa blanca con fronteras infranqueables para los invasores se convirtió en el sentido de su vida, en su gran mantra mental.
Llegado el día, el 22 de julio de 2011, Breivik colocó sobre la cama todo el arsenal y con esmero se vistió de policía. Se miró en el espejo y dijo: Ha llegado el momento. Su objetivo, unos jóvenes socialdemócratas que se reunían en la isla de Utoya. Previamente, para que todo salga bien, Anders explosiona un artefacto en el centro de Oslo, para entretener y despistar a la policía. Cuando llega a la isla, reúne a todos los jóvenes en un salón de actos, para supuestamente indicarles cómo deben actuar. Solo es una trampa, y tras decirles: Acercaos, tengo algo importante que contaros, comienza a disparar a bocajarro. El odio acumulado, instruido y perfeccionado durante años, en su máximo esplendor. En su más trágica y atroz exhibición.
Seguramente, es mucho más fácil caer en las redes del odio que en las del amor, porque el odio no requiere dedicación, generosidad, entrega, basta con el desprecio. El odio no necesita de aprendizaje, basta con dejar abierta la puerta de la oscuridad. El odio puede estar tras una obra de teatro que se censura, tras una religión o identidad sexual que no queremos entender. Es mucho más sencillo educar a un niño en el rechazo que en la aceptación. Porque la aceptación necesita de explicación, de entendimiento. Al rechazo le basta con el odio, tan simple, tan fácil, tan peligroso.
La imagen de la siembra, como algo que crece y florece, se torna más potente y real cuando nos referimos al odio. Aunque en Anders Brevik se dieran todas las circunstancias para llegar a ser el monstruo que fue, si la educación, el entorno, el cuidado y el amor hubieran cumplido con su función, tal vez el resultado hubiera sido bien diferente. Porque, queramos o no, recogemos lo que sembramos.
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