Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Raffaella Carrà

Raffaella Carrà Raffaella Carrà

Raffaella Carrà

Andan ahora analizando las letras de las canciones de Raffaella Carrà como si pretendieran demostrar, tal y como sucede con esa leyenda que arrastra el rock en las últimas décadas, que esconden mensajes ocultos, no demoníacos, en esta ocasión, pero sí sexuales. Cómo si los mensajes sexuales, subliminales o directos, fueran un delito, que tal vez sea lo que necesitamos, y más práctica, que muchos transformarían el vinagre que almacenan en mansa agua, que ya les vale. Se ha muerto la Carrà en la previa de unas semifinales de un España frente a Italia de una Eurocopa, que es rizar el rizo de las emociones compartidas. Porque Raffaella fue querida, respetada, bailada y admirada en ambos países, y con toda la razón del mundo. Porque esa mujer transmitía buenas vibraciones, cordialidad, simpatía y, sobre todo, alegría. Por eso somos tantos los que lamentamos su fallecimiento, que no es algo que todos los personajes públicos consiguen, muchos de ellos empeñados en construir la peor imagen posible de sí mismos.

Para mí supone perder un pedacito de mi infancia y juventud, y es que puedo volver a verme en ese comedor familiar, en una mesa abarrotada de platos y vasos vacíos, junto a mis padres y hermanos, contemplando como la Carrà brincaba rodeada de bailarines contorsionistas, cubierta por brillantes lentejuelas, con aquellas transparencias nada transparentes que solía gastar, y es que a su modo, siempre fue muy recatada. A diferencia de otras celebridades italianas que nos llegaron desde principios de los 80, especialmente, Raffaella nunca enseñó nada, salvo aquellas dos piernas larguísimas y bellísimas, que sabía mover como pocas.

Inalterable el rubio platino, como si fuera a la peluquería cada mañana, la Carrà controlaba como ninguna su mirada a la cámara, sus paletas separadas y hasta ese español zarrapastroso que ella convirtió en un aliado y en una seña de identidad. Aunque muy españolizada, siempre mantuvo ese punto guiri que tanto nos atrae. Si nos ponemos a pensarlo, y si retrocedemos en el tiempo, el éxito de la Carrà en nuestro país no fue un hecho aislado, ya que fueron otros muchos paisanos suyos los que triunfaron en España. Y todos con una característica común: ese español maltratado y saltarín que tanto nos gustaba. Umberto Tozzi, Sandro Giaccobe, Nicola di Bari, Ricchi e Poveri o Al Bano y Romina Power, que fueron avanzadilla de los Eros Ramazzoti, Tiziano Ferro, Nek o Laura Pausini posteriores, y no nos olvidemos, por supuesto, de Sabrina, y ese momento que ya forma de la historia televisiva, y algo más, de nuestro país. Pero Raffaella Carrà no fue una cantante más, fue algo diferente, entre presentadora, bailarina, cantante y vedette, sin hacer nada maravillosamente bien, pero nadie jamás lo ha sabido hacer tan bien como ella. En este sentido, la Carrà es la versión italiana de nuestra Lola Flores, única y diferente, pero por su fuerte personalidad, más allá de su talento o habilidades.

Raffaella Carrà siempre fue una reivindicación de la alegría, un bastión de la sonrisa, un chute de energía, un latigazo de rubio esplendor entre las sombras de la rutina. Quién no ha sudado una madrugada mientras cantaba Raffaella; quién no se ha sentido protagonista de alguna de sus letras, especialmente con aquella que exaltaba las habilidades sexuales que gastamos en el Sur, quién no ha liberado esa pluma o plumón que todos escondemos por tratar de emular una de sus piruetas, quién, quién no. Yo no lo oculto, le debo muchos buenos momentos a la Carrà, como también reconozco que forma parte de mi memoria sentimental, desde un punto de vista que me es difícil explicar. La miro de nuevo y regreso, inevitablemente, a ese comedor con mi familia rodeando una mesa de platos vacíos, con cáscaras de pipas y restos de caracoles. Y Raffaella Carrà bailando en la pantalla, rubia y magnética, la sonrisa por bandera.

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