Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez-Villegas

Abogado

Mediocrelandia en llamas

Mediocrelandia en llamas Mediocrelandia en llamas

Mediocrelandia en llamas

La perplejidad se ha enseñoreado con rotundidad de buena parte de nuestro presente. Vemos proyectarse en el ágora digital informaciones que, recalcitrantemente, como dosis diaria, nos muestran descarnadamente los hechos de esa clase política que se empeña en presentarse travestida de una ridícula actitud, carne de cañón de memes y de chistes de café. Levantando nuestras cejas, miramos -como mucho con conmiseración, cuando no con desprecio- a aquellos que en un chusco espectáculo porfían en apurar el límite de la estulticia, inconscientes -sin duda- de la trascendencia de sus necedades.

Seguramente, lo más fácil sería lamentarnos. Revolvernos contra los dioses por habernos castigado, como en una maldición bíblica, con unas hordas de políticos frívolos, trileros, cortos de entendederas, miopes del interés colectivo y ayunos del discurso ético. Visibles elementos tan hijos de nuestra sociedad, de nuestro tiempo, como nosotros, que salen del mismo magma social y comparten con todos la misma atmósfera.

Pero, cuando condescendíamos con nuestro sainete doméstico, resignados pacientemente, nos ha estallado la guerra ante nuestros rostros. El enloquecido cuadro de guionistas del demiurgo ha decidido una nueva y pasmosa trama. El desconcierto ha golpeado a todos esos boomers que creyeron que habían burlado el naipe del carro de la guerra entre las cartas asombrosas, excepcionales y estupefacientes que, transitando entre dos siglos, habían caído en su tapete verde. Ahora, la realidad se empecina en querer encimarlo en una tenebrosa retreta. Como europeos, después de las dos grandes guerras, vivimos la vergonzosa guerra de los Balcanes, contemplamos, pasivamente, otros escenarios bélicos en muchas esquinas del mundo, mas este delirio ruso de ese personaje tantas veces caricaturizado en Occidente en un imprudente ejercicio de burlesco menosprecio, parece habernos sacudido con un escalofrío inédito e inquietante, como toda amenaza oscura y obscena, en la que asoma sus cuernos el peligro nuclear.

Es un error despreciar la amenaza del tirano. La historia nos ha enseñado que intentar apaciguar a la bestia es, simplemente, aplazar el inicio de arremetida, insuflándole la confianza que la debilidad de la capitulación le inspira. Vestir la reacción natural a la intimidación de solemnes y encendidas declaraciones a favor de la paz, como las que Chamberlain protagonizó presentándose ante el monstruo nazi como el conseguidor de "la paz para nuestro tiempo", es, seguramente, procrastinar ante la ineludible obligación moral, de tal manera que solo se justifica el aplazamiento desde una concepción estratégica que sitúe el ineludible choque -de la naturaleza que sea- en una posición más favorable, porque la inacción ante la transgresión del irascible ogro no es admisible éticamente.

Al tirano le siguen los mediocres. Esa gente que celebra la muerte ciegamente, que festeja la guerra enloquecida ante el estupor del sensato. Chaves Nogales en su novela El maestro Juan Martínez que estaba allí, que, precisamente, sitúa a su protagonista, entre otros escenarios, en Kiev, nos lo enseña estupefacto ante los vítores a la guerra que en Bucarest lanza el pueblo rumano, dispuesto a enrolarse en el fervor de la violencia, cuando él, consciente e inteligentemente, no hace otra cosa que pasar buena parte de la narración huyendo del horror de las armas.

Nos gustaría pensar que esta guerra no sea para nosotros "nuestra guerra". Esa guerra de la que hablar recurrentemente -como decía Pacífico Pérez, el personaje de Delibes marcado por la agresividad y la violencia en Las guerras de nuestros antepasados, y que la pesadilla pase pronto, frustrando el intento del autócrata líder de la cohorte de anodinos asistentes que, rendidamente, complacen al insensato caudillo, quien, sin ellos, sólo dibujaría su delirio en su turbulenta cabeza, animado por el delirio del nacionalismo que, como decía un europeo ejemplar, Stefan Zweig, es la peor de todas las pestes, que envenena la flor de nuestra cultura europea.

Hoy, me he vuelto a acordar de alguien que conoció muy directamente -bien a su pesar- la maldad encarnada en la pesadilla nazi: Hannah Arendt. Dejó escrito que una increíble mediocridad puede tener terribles consecuencias, porque puede dar más miedo la mediocridad que la propia idea de maldad. Me resisto a creer que en nuestra casa, en este siglo XXI que tantos sobresaltos nos ha traído sin haber superado aún su primer cuarto, el estruendo de las bombas pueda sacudir, poniéndolas en riesgo, a nuestras imperfectas y frágiles democracias, que, sin embargo, son lo menos malo a lo que podemos aspirar. Basta con observar el panorama global. Está en juego un nuevo orden mundial. No consintamos que lo lideren las autocracias o viviremos un pavoroso paso atrás de la Humanidad, porque el gigante chino contempla silencioso.

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