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Qué solos se quedan los muertos”, exclamaba Bécquer en unas de sus rimas más citadas. Pero pocas cosas hay tan constantes en la vida humana como la soledad. Nacemos y morimos solos y vivimos solos la mayor parte del tiempo: en la soledad de la conciencia y la del pensamiento, en la soledad de las encrucijadas en las que hay que decidir a dónde vamos y los momentos decisivos en que debemos sostener el peso de una responsabilidad, en la soledad del miedo o de la culpa, en la soledad de todo aquello que no podemos expresar ni compartir con nadie... Casi todo lo que vivimos nos sucede a solas, por mucho que los momentos en que el alma del mundo nos sonríe bajo la forma de algún ser amado iluminen y nos hagan habitable la existencia. Pero nadie puede vivir por otros ni en los otros. Vivir es un camino solitario. Y ser conscientes de esa circunstancia tal vez sea, al mismo tiempo, nuestra mayor tragedia y nuestro más alto privilegio: el de nuestra libertad. Por eso la soledad humana es bifronte. Tiene un rostro distinto en función de cómo la entendamos y cómo nos enfrentemos a ella. O, lo que es lo mismo, de cómo decidamos contemplar el mundo y a los otros y relacionarnos con las otras soledades que coexisten siempre tan cerca y tan lejos de la nuestra a la vez. Lo que de un lado percibimos como limitación, como separación y sufrimiento, de otro es el lugar de conocimiento y creatividad que hace que nuestros pasos por la vida tengan rumbo, sean actos de libre voluntad y razón y posean la coherencia y el sentido de la fidelidad a uno mismo. El poema Soliloquio del farero de Cernuda, aquel gran solitario cuya poesía no ha necesitado ni las antologías ni las fotos grupales de su generación literaria para perdurar, es una de las plasmaciones poéticas más hermosas que conozco de esa idea: “El sol, el mar, / la oscuridad, la estepa, / el hombre y su deseo, / la airada muchedumbre, / ¿qué son sino tú misma? // Por ti, mi soledad, los busqué un día. / En ti, mi soledad, los amo ahora”.
El común espejo del arte, los ritos y muchas de las instituciones de la vida colectiva en sociedad nos ayudan a mitigar esa soledad esencial. Y sentimientos como el amor, la amistad, la lealtad o la compasión (en sentido etimológico) nos sirven de refugio. Podemos acompañarnos en la medida en que somos capaces de ese ejercicio catártico de vernos reflejados en el otro: la misma mezcla de temores, deseos, pasiones y esperanzas. El problema es que nuestro tiempo parece haber confundido y desequilibrado los términos, identificando multitud con compañía y soledad con apartamiento de la vida común, y ha trazado así una gruesa línea arbitraria que separa lo incluido y lo excluido de ella. En un poema titulado El genio de la multitud, otro poeta solitario como Bukowski hacía una advertencia pertinente: “Cuidado con los que buscan constantes multitudes; no son nada solos”. Pero lo cierto es que toda personalidad no gregaria o todo individuo que en algún momento de su vida atraviese hoy esa línea, voluntaria o forzadamente, se encuentra abocado a una doble soledad. Y no debiéramos permitirlo.
Porque ese es precisamente el rostro más cruel de la soledad en nuestros días, una soledad alimentada por la deshumanización de las relaciones personales, la disolución de la intimidad en esa exposición continua que supone la hiperconexión, el vertiginoso ritmo de todo lo que parece ocurrir a nuestro alrededor de forma simultánea, la peligrosa merma de la individualidad allí donde la vida se rige por la masa y sus fenómenos... Señales de alarma como las terribles cifras de suicidios que arrojan los últimos años según el INE hablan por sí mismas. Los factores humanizadores se hacen clamorosamente necesarios, así como la reflexión sobre cómo no dejarnos más solos de lo que estamos. Cómo no convertirnos en falsa compañía y renunciar al tú y al yo en medio de un nosotros anónimo. Cómo dejar de fundar nuestros vínculos en un vacío que nos convierte en medios y no en fines. Cómo sustituir una emocionalidad impostada y vaciada de valor (esa retórica sentimental de la empatía fingida que se ha instalado entre nosotros con sus grandes palabras y gestos y sus lugares comunes), por algo mucho más sencillo y silencioso: estar en condiciones de ofrecer al otro una muestra de atención sincera en el momento necesario y hacerle sentir que nos importan su miedo, su alegría o su dolor.
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