Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Llanto por una librería que cierra

Una ciudad, y una sociedad, que no llora a sus librerías que cierran debería dedicar un minuto para examinarse en el espejo de la verdad

Llanto por una librería que cierra

Llanto por una librería que cierra

El que una librería cierre en la ciudad, en cualquier ciudad, no es un asunto menor, y así debe entenderse. Y sentirse. Con referencia acudimos a esas frases y expresiones hechas, manidas por el uso y por la repetición, y que por eso no dejan de ser ciertas. Espacios de libertad, lugares de encuentro y conocimiento, puerta de los sueños, contenedor de historias, y seguro que hay mil más a emplear, para referirnos a una librería. Y todas son ciertas, todas válidas. Además de estas virtudes, repetidas y ciertas, insisto, para mí las librerías cuentan con el valor de aquellos videoclubess, sobre todo los de confianza, que tanto visitábamos hace un par de décadas, antes de que las plataformas impusieran su autoridad, para nuestra comodidad y desgracia de nuestros bolsillos.

Me refiero a la prescripción, y que no deja de ser el recomendarle algo a alguien que le puede gustar o sentarle bien. Los farmacéuticos lo son, por ejemplo. Aquellos empleados de videoclubs, nada más ver al cliente y comprobar en su historial los últimos alquileres, sabían perfectamente cuál película (y cuál no) debían de recomendarle a quien se encontraban al otro lado del mostrador. La nueva de Chuck Norris, si había devorado todo Charles Bronson, Scorsese, si había alquilado tres veces El Padrino o la nueva de Bruce Willis si iba cargado con un arsenal de pipas, palomitas y refrescos. En esos videoclubs muchos íbamos a ver lo que nos encontrábamos, a descubrir, como almas libres, pero casi siempre acabábamos preguntándole al encargado: ¿y esta cómo es? Y en más de una ocasión su respuesta nos reafirmaba o nos frenaba a la hora de alquilar tal o cual película. Y había quien directamente no buscaba nada y se fiaba, a pies juntillas, de las recomendaciones, y del criterio, del encargado del videoclub.

La prescripción en las librerías también ha funcionado y sigue funcionando, más de lo que imaginamos. Y La República de las Letras es un buen ejemplo de esto. Un establecimiento que ha sido, y sigue siendo, mucho más que un espacio en el que se venden libros. Porque gracias a la atención personalizada que hemos recibido, gracias a la multitud de actos (en forma de presentaciones, clubs de lectura, y demás) que ha organizado, desde el primer momento se convirtió en un activo cultural, muy vivo, de la ciudad. Y ese activo, ese latido, del que hemos disfrutado en los últimos años, va a decir adiós muy pronto, cerrando sus puertas. El que no haya un sentimiento colectivo, un malestar general, cuando cierra una librería, me parece una tragedia de similares proporciones al hecho en sí. Y sé perfectamente que se trata de un negocio y que, como tal, está sujeto a las fluctuaciones y vaivenes del mercado, lo sé. Pero si todo lo llevamos a una tabla de Excell, si todo es contabilidad a secas, nos entregamos a un mundo que no conoce de afectos, de encuentros, de personas.

Por muy cómodas que sean las condiciones que nos ofrezcan determinadas plataformas a la hora de comprar un libro, hay un tangible que nunca te podrán ofrecer y que jamás podrá ser contabilizado: el trato humano. Porque comprar un libro ha de ser siempre más que una mera transacción comercial, ya que tiene mucho de encuentro, de satisfacción, de aventura, con frecuencia. Se nos va La República de las Letras y muchos seremos los que la echaremos en falta cuando ya no esté y descubramos que el panorama cultural cordobés ha menguado, se ha reducido, y que las opciones son menos. Una ciudad, y una sociedad, que no llora a sus librerías que cierran debería dedicar un minuto para examinarse en el espejo de la verdad y encontrar aquello que no está bien, que no es como debe. Desde junio, cuando sus puertas no vuelvan a abrir, seremos menos, en todos los sentidos.

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