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El 29 de noviembre de 1898 el granadino Ángel Ganivet García se suicida a los treinta y tres años arrojándose al río Dvina a su paso por Riga. Iba al encuentro de su mujer de hecho, Amelia Roldán. Según todos los testimonios se arrojó dos veces: la primera fallida, la segunda exitosa. Esto le llevó a decir a Francisco Izquierdo, con cierta sorna, en un documental notable, El cónsul español, del director hispano-finlandés Álvaro Pardo, que Ganivet tenía una indudable voluntad de morir. Este acto trágico me hizo sonreír cuando vi la representación que hizo del mismo el pintor Eduardo Arroyo, con dos piernas asomando del agua con unos pobres zapatos que yo no dudaría en calificar tipo Carpanta. Le pregunté a Arroyo, cuando me lo presentaron, haciendo notar que yo era el director de la casa molino de Ganivet, por aquella pintura suya, y me contestó que él había estado muy obsesionado con su acto suicida. De hecho, hay varias versiones de aquel cuadro. Todas inducen al espectador a esbozar una sonrisa irreverente.
La muerte de Ganivet cuando fue anunciada por la prensa granadina cuatro días después, el 3 de diciembre, cayó como una bomba entre sus conciudadanos. Nicolás María López dijo aterrorizado que había soñado un mes antes con el fallecimiento de su amigo. Ganivet, de origen modesto, se había labrado una fama de genio excéntrico entre los locales, que leían con fervor sus crónicas, sea sobre el urbanismo espiritual de Granada, sea sobre Finlandia.
Desde el principio se especuló sobre las causas de su muerte. El vicecónsul español dejó escrito en la prensa que día anterior al suicidio lo vio, y que no lo halló del todo normal, puesto que le había manifestado que “creía estar perseguido”. Las primas, que yo conocí –a las que compré en nombre de la Diputación de Granada, una maleta de manuscritos, que deben yacer por ahí–, sostenían que enviaba a su hermana cartas con manchas para las analizasen en un laboratorio, porque pensaba que lo estaban envenenando. Los andalucistas de su tiempo, y en particular Méndez Bejarano, al reivindicarlo como temprano regionalista, sostuvieron que había sido víctima de la policía zarista, ya que estuvo relacionado con los círculos independentistas finlandeses. Un catedrático de psiquiatría se empeñó más adelante, con motivo del cincuentenario, en atribuirle una sífilis cerebral que lo habría enloquecido. El profesor Wis recordó que Ganivet solía hablarles a los amigos de Brunnsparken de los suicidas de su familia. Asimismo, se especuló con los amores no correspondidos con la musa Masha Djakoffsky, y de las relaciones tortuosas con Amelia, una mujer no muy pulida.
Un año después de su muerte, en 1899, se representó en un teatro granadino su testamento, la obra teatral El escultor de su alma. Ganivet había manifestado su deseo de que fuese representada ante sus conciudadanos. Pero el público la encontró incomprensible, si bien aplaudió a rabiar. Ganivet dialogaba con su amante imaginada, Cecilia, manifestando un ateísmo primigenio. Algo de tragedia nietzscheana había en aquel Ecce homo, que había querido exponer en público los dolores de su alma.
Cuando se intentó trasladar a España el cadáver surgieron diversas dificultades, entre otras el estallido de la I Guerra Mundial, que lo impidió. Finalmente, en 1925, los restos llegaron a España. En Irún fueron recibidos con honores. Entonces agonizaba la Dictadura de Primo de Rivera, y al recalar en Madrid, por lo que sabemos, fueron los liberales quienes oficiaron sus exequias en la universidad. Los estudiantes portaron el féretro del “exiliado” dando vivas a la libertad. Hubo algún disturbio, que silenció la prensa censurada.
A la llegada a Granada una vez más el público, muy propenso a las emociones contagiosas, acudió en masa a recibir sus despojos. Fueron reconocidos por el doctor Garrido. Luego la impresionante comitiva marchó hacia el cementerio. En la fuente del Tomate, en los bosques de la Alhambra, una vez más los liberales tomaron la palabra.
Con la llegada de la Guerra Civil Ganivet fue manipulado, prueba de lo cual fue alguna antología sesgada. Quedó así estigmatizado como un derechista. En las conmemoraciones del centenario del 1998 intenté mostrar al público otra imagen más ajustada de Ganivet con escaso éxito. Una vez acuñado un estereotipo este sigue su curso: Ganivet era el anti-Lorca. No obstante, el público olvidaba que el propio hermano de Federico, Francisco García Lorca, había dedicado un volumen a analizar, con mucha admiración, el pensamiento del finado.
Ahora, con motivo del 125 aniversario, el Instituto de Enseñanza Secundaria de Granada que lleva su nombre ha tenido la virtud de devolvernos a la actualidad de Ganivet. Su ciudad, a la que dio calificativo de “la bella”, le debe una reconciliación abriendo un lugar de la memoria ganivetiana en su molino. ¿A qué esperan?
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