Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Cabinas

Yo he llegado a pedirle al que esperaba, para su asombro, un duro, en ese momento de impacto y hecatombe en el que no piensas con claridad

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Han empezado a desaparecer. Esta semana le ha tocado el turno a la de la esquina de mi casa. Casi puede entenderse como una eutanasia telefónica, la pobre ya estaba en la últimas, maltratada de años, meadas, mil anuncios pegados y demás groserías. Pronto le sucederá lo mismo a la de su calle, si no le ha sucedido ya. Como también le sucederá a la de Higuera de la Sierra, que mi amigo Manolo compartió en las redes sociales. Una de aquellas cabinas clásicas, del tardofranquismo y la transición, señoriales a su manera, como diseñadas por el creador del milquinientos, eternas desde que José Luis López Vázquez nos mostrara que el terror puede encontrarse hasta en lo más cotidiano y que no hace falta una casa encantada o un lago repleto de bruma y caimanes. Durante muchos años las cabinas telefónicas han sido la imagen icónica y comunicativa de esta España nuestra, a pesar de la desmemoria de los más jóvenes y de los desmemoriados de siempre. Yo he guardado, muy impacientemente siempre, larguísimas colas para llamar por teléfono. Aquello tenía mucho de ritual, de azar, de tensión, de casualidad y de no sé cuántas cosas más. ¿Eres el último?, preguntabas al llegar, tras comprobar que llevabas dinero suelto. Fundamental tener duros, siempre duros, cinco pesetas, era la moneda talismán. Cuando al fin te tocaba, yo siempre cruzaba los dedos, ya que había tres circunstancias que acababan con tu estrategia en menos de un segundo: que nadie respondiera, que respondiera la persona no reclamada porque la reclamada no estaba o que comunicara. Lo de comunicar era lo peor, sí, con diferencia, porque te suponía una nueva espera con todos sus aliños, sin la certidumbre de que la persona reclamada fuera a responder. Lo que se dice un sin vivir, con todas las letras.

Otra tragedia llegaba si te quedabas sin dinero y no habías finalizado la conversación: el horror. Yo he llegado a pedirle al que esperaba, para su asombro, un duro, en ese momento de impacto y hecatombe en el que no piensas con claridad. En mi casa tardamos en tener teléfono, demasiadas cosas nos faltaban como para invertir el dinero familiar en semejante "lujo", y para no estar aislados comunicativamente lo que hicimos, aparte de escribir cartas, fue pedirle permiso a nuestra vecina Pili, que era como una más de nuestra familia, el poder dar su número de teléfono para los asuntos importantes. Pero cada día fueron más los asuntos importantes, hasta el punto que recuerdo esas llamadas de nuestros vecinos a través del patio de luz como una rutina. Antoñita, sube, que te llaman, y tocaba subir las escaleras. Creo que apurados de abusar de la confianza de la familia de Pilar, mejoradas las cuentas familiares, también, el teléfono llegó a mi casa con la misma fuerza que esa ola que Rocío Jurado cantó a pleno pulmón, para bendición de nuestros oídos y desgracia de los profesionales del karaoke. Pero, claro, además de que las llamadas las teníamos muy limitadas, que llegaron algunos recibos subiditos, había cosas que no podía hablar delante de mis padres, por lo que durante algunos años seguí utilizando las cabinas telefónicas. Si lo pienso, yo creo que todos hemos tenido una cabina preferida, en la que nos hemos sentido cómodos, y la mía era la del Realejo, frente al estanco de Rafael.

Igual que el fax, primero, el correo electrónico a continuación, y el whatsApp ahora han casi acabado con las cartas, qué pena, ya que el epistolar ha sido un género que nos ha ofrecido grandísimas obras literarias, el teléfono móvil ha sido la tumba de las cabinas telefónicas. Incomparable eso de sacarte el móvil del bolsillo y hablar cuando te dé la gana, sin tener que esperar y sin necesidad de llevar un céntimo en el bolsillo. Incomparable, es cierto, sí, pero no dejemos de reconocer que en esas llamadas, al igual que en las cartas escritas en el pasado, había mucho de entrega hacia la otra persona, un esfuerzo, una necesidad, siempre justificada por los más diferentes motivos. Al igual que había agradecimiento cuando éramos los receptores, sensación de que alguien se había empleado y ocupado en comunicarse con nosotros. Pienso en todo eso cuando contemplo la cabina telefónica que mi amigo Manolo comparte en las redes sociales. Una cabina idéntica a la que había en el Realejo, espera, puerta y salida de tantos sueños cumplidos o no.

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