Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez-Villegas

Abogado

Los otros

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Los otros

John Donne, un poeta inglés, sutil y apasionado, que vivió una azarosa existencia en la corte de la reina Isabel I -la inflexible y briosa Tudor- dejó escrito, en uno de sus poemas, que ningún hombre es una isla entera por sí mismo, que cada hombre es una pieza del continente.

Nacemos rodeados de otros. Necesitamos de otros para vivir. Iniciamos la andadura de la existencia caminando, y, como novicios peregrinos, incorporamos compañeros de viaje que acompasan su fluir con el nuestro, a veces brevemente, y, otras, largo tiempo. Entretejemos vínculos conformando un cañamazo sobre el que la aguja de la vida va bordando caprichosas formas de discordes colores extraídos de una paleta infinita.

Los mecanismos que construyen los afectos constituyen un alambicado arcano transgresor de convenciones, un paradójico refugio expuesto a intemperies asoladoras, distantes y cercanas al tiempo. Queremos irracionalmente. Los afectos no pueden imponerse. Amasamos sentimientos, presurosos y sosegados, según se van sucediendo nuestros episodios vitales. No es ajena a las edades humanas la forma en la que nos relacionamos y queremos. En la amistad se culmina la expresión más plena de la sociabilidad y se pinta la convivencia con los amables tonos de la armonía colectiva que nos hace más digerible la vida.

Recordamos hoy el bocadillo compartido en el patio del colegio, las primeras cervezas que siempre eran en compañía, las confidencias y las comunes ilusiones que necesitábamos compartir, que se hacían más vívidas por compartidas y los difíciles momentos que, acompañados, pudimos sobrellevar.

Como a todas las cosas importantes, desde siempre se ha intentado reducir algo tan inefable como la amistad a categorías, pero ese esfuerzo taxonómico ha sido un fracasado empeño, porque, al escudriñar el alma humana, nos adentramos en unos territorios imposibles. Pese a ello, maestros como Aristóteles, que la consideraba un asunto ético de primera magnitud, han intentado describir las relaciones afectivas y hacérnoslas entender. En la perspectiva ética aristotélica existe la amistad perfecta, un querer altruista y desinteresado, una relación virtuosa que, por su propia esencia, perdura sin grandes problemas. Cosa diferente es la amistad utilitaria -quizás desde ese punto de vista de difícil encaje en ese sacrosanto espacio-. Por eso, la amistad perfecta encuentra terrenos inhóspitos en los que su germinación se hace improbable: la política, la contienda artística, la competencia profesional…

Somos células sociales que, en las relaciones interpersonales de amistad, precisamos de reciprocidad, cercanía, afinidad y colaboración. Pensamos, quizás ingenuamente, que en tiempos de crisis como los actuales, cuando hemos visto cercanas las orejas del lobo, cuando, callados e impresionados, contemplábamos la amenaza real de la muerte en el umbral de nuestros hogares, podríamos habitar un terreno más favorable para el encuentro con los otros.

Muchos, ensoberbecidos por el sacudir de lo instantáneo, de la vertiginosa brisa que hace apartar la vista del horizonte y observar vacuos brillos cegadores, creyéndose transfigurados de eternidades imposibles que terminan rezumando soledades, optan por la metadona que adormece el sentimiento, satisfaciéndose irrealmente con ese brebaje que no sacia la sed. Colocar sobre la propia cabeza el foco. Cerrar la mano a nuevas manos tendidas que ofrecen una incierta esperanza para explorar sinestesias. Ignorar a los que están enfrente. Olvidar al que hasta ayer llamaban amigo. Enterrarlo bajo una hojarasca de mustias excusas, de pretendidas afrentas que, apenas pasado un breve tiempo, se entreven difusas y descompuestas, pretiriendo la común etapa del camino en favor de yo mastodóntico, proyector de sombras devastadoras y desdeñosas que engullen descompasadamente luces y armonías.

Entre gritos de botellones que hoy salpican nuestro país, por encima del ruido del placer inmediato que ensordece el espacio urbano, hay inteligencia, hay esperanza y horizontes.

La imperfección de la que estamos construidos permite brotar sentimientos nobles en esos intersticios que salpican la existencia, haciéndola mejor y más satisfactoria, lejos de horizontes idílicos o utópicos, permitiéndonos experiencias positivas que nacen de la autoafirmación que supone el encuentro con el otro, el descubrir los lugares, las visiones y las experiencias compartidas, distinguir enfrente rasgos vitales, sentimientos y realidades reflejadas en un espejo que nos identifica y que, detrás, esconde silencios que no han podido remontar su vuelo.

Hay que seguir, como nos decía Federico García Lorca, echando las redes hechas con hilos de esperanza y nudos de poesía.

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