La tribuna
Salvador Gutiérrez Solís
La Bola de Cristal
La tribuna
De la capacidad de la cultura para abordar cuestiones fundamentales de la existencia da cuenta el significado que ésta ofrece para vivir. ¿Por qué y cómo controlar nuestros instintos y deseos más irrefrenables? Cada cultura atesora fórmulas que atenúan el vacío al que estamos predispuestos. Desde el cine a la música, pasando por la escritura o por una taza de café, hay herramientas que pueden atenuar los impulsos atávicos y destilar el veneno de las emociones. Pero el dominio de los deseos infinitos requiere compromisos colectivos superiores al yo, es decir sagrados. Sin ese marco de respeto es probable que el individuo en apariencia libre, en realidad sólo coleccione miserias y morbilidad. El venerable MacIntyre cuenta en Tras la Virtud que ya no tenemos capacidad con que discutir estos temas porque no hay acuerdo en el razonamiento moral, en medio de un emotivismo imperante en el que cada cual apela a su opinión. Encallados en una suerte de cultura terapéutica centrada en los deseos del yo, los compromisos y principios compartidos se diluyen en la búsqueda de la realización del yo, la liberación de impulsos y la cancelación de formas superiores de justicia y verdad que sirven de mecanismo regulador a la autogratificación. Dicha cultura promete espacios ilimitados de autodeterminación subjetiva, sí, pero no advierte que para eso hay que desarrollar disciplina y capacidad de autolimitarse. Esas promesas sin estos hábitos llevan a forjar individuos poco equilibrados.
Un yo sin urbanizar y sin ataduras no puede trazar propósitos ni acuerdos, más allá de un sentimentalismo dúctil sujeto a manipulación e hipersensible a la ofensa permanente y al resentimiento. Aunque los sentimientos en sí mismos no son irracionales, pueden presentarse en forma perversa o desviada, de ahí el deber sagrado de educarlos y cuidarlos. Sin embargo, la cultura ha condicionado una nueva clase de terapia, socialmente reconocida, que guía al yo de la emoción y las adicciones, y cuyo ethos considera ese yo un problema a resolver y al otro un mero instrumento del yo. La cultura terapéutica puede resumirse en la pérdida de la vida interior como fuente de regeneración personal y colectiva, lo que inhabilita para esa forma de libertad que consiste en contraer vínculos con personas concretas y ser fieles a sus alianzas. La autoayuda –cuyos tentáculos alcanzan instituciones, negocios y centros de enseñanza– hace tabla rasa del pasado y exime a la inteligencia del alma de ensayar el arte de vivir. Su tragedia radica en su finalidad egoísta, en la inhumanidad que representa instrumentalizar a los demás. Los libros de autoayuda rebosan de instrucciones, anécdotas y homilías sobre liderazgo; destacan también evidencias neurocientíficas con las que ofertar instrucciones de manejo de estructuras cerebrales en beneficio personal. En la era de la autoayuda, el escritor y el laboratorio se juntan para enseñar cómo puede uno cambiarse así mismo o a su cuerpo. Al margen del valle de lágrimas que es la estructura del mundo, esta industria concentra sus esfuerzos en revolver al individuo hacia adentro, en reorientarlo a sus problemas y fomentar así el solipsismo bajo la promesa de autopromoción.
La cultura terapéutica opera de acuerdo con un concepto fraccionado del yo heredado de la Ilustración (el dualismo mente-cuerpo) que catequiza con nociones de lo racional y lo emocional sin base intelectual con que unir la realidad completa del ser humano. Por su parte, los mercados capitalizan esa tensión entre mente y cuerpo para vender sus productos. En el corazón del consumismo moderno late una crisis de encarnación representada por la lucha entre la liberación de los deseos y su control. Es una guerra declarada a la realidad que fomenta el sentido de la identidad imaginada y consume la vida en una absurda y diabólica cruzada. En su extremo, tal crisis de encarnación lleva a propuestas de cirugías grotescas para rediseñar el cuerpo, o a predicar el consumo de drogas llamadas de mejora o de rendimiento. Ahora bien, no cuestionar los supuestos que subyacen a esta cultura introduce una grave confusión en el significado de la curación. Se ha producido un giro terapéutico que refleja la crisis axiológica que late en las postrimerías de la cultura moderna, que rinde vasallaje al valor del bienestar a cambio de ignorar el sentido sagrado de confrontar el mundo de la experiencia; un mundo que, a diferencia de la visión vital posmoderna, pone en juego recursos para alcanzar las cimas del asombro, el amor y la esperanza. Pero antes de poder extraer de ese tesoro “cosas nuevas y antiguas” necesitaríamos despertar del sueño totalitario del yo, que manipula el milagro de nuestra naturaleza psicosomática aun sin conocerla.
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