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Dejando a un lado la inestabilidad estratégica y el riesgo bélico que de ella se deriva, la inmigración es el principal reto al que tiene que hacer frente Europa en estos momentos. España, y dentro de ella Andalucía como frontera con el norte de África, están directamente concernidas por un problema que hasta ahora no se ha abordado con criterios de eficacia y muchas veces ni tan siquiera de humanidad. Según los cálculos del Gobierno, España necesitaría unas trescientas mil entradas anuales de extranjeros para asegurar su fuerza laboral, sobre todo en empleos a los que los españoles no quieren acudir, y asegurar el futuro de la Seguridad Social y de las pensiones. El hecho de que buena parte de los trabajadores extranjeros carezcan de documentación que legalice su situación da pie a todo tipo de abusos y propicia la existencia de mafias. Esta semana el Parlamento Europeo daba su aprobación al pacto migratorio que refuerza el control de las fronteras y endurece las condiciones para solicitar asilo. Es una normativa que ha costado tiempo y trabajo lograr, pero que constituye un marco válido para poder afrontar un problema que ha desbordado a muchos gobiernos. Casi al mismo tiempo, en España, el Congreso aprobaba la toma en consideración de una iniciativa legislativa popular que, llevada a sus últimas consecuencias, supondría la regularización de casi medio millón de personas. Es una propuesta que merece la pena estudiarse desde la racionalidad. La inmigración es una cuestión que tanto los populismos de extrema derecha como los de la izquierda radical intentan manipular para sus propios intereses. La mejor forma de atajar la manipulación y combatir las mafias es una regulación ordenada y un marco estable que fije derechos y obligaciones.
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