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En las elecciones presidenciales del pasado domingo, los argentinos estaban condenados a elegir entre lo malo, representado por el populismo peronista de Sergio Massa, y lo peor: el populismo ultra con ribetes libertarios de Javier Milei. Eligieron, al menos en la primera vuelta, lo malo, para alivio de millones de argentinos y de las cancillerías de medio mundo que veían con temor la posible entrada de un país de la importancia de Argentina en una espiral de peligrosa desestabilización institucional. El hecho de que el máximo responsable económico de un Gobierno que ha llevado la inflación hasta el nivel insoportable del 140% anual y que ha condenado a la pobreza a cuatro de cada diez argentinos haya ganado las elecciones da idea de lo endiablado del laberinto político y social en el que está sumido el país desde los tiempos de la presidenta Cristina Kirchner. El triunfo electoral de Massa sólo se explica por el pánico que suscitaba en una buena parte de la ciudadanía el extremismo antiestatista de Milei. Habrá que esperar a la segunda vuelta del 19 de noviembre para comprobar si el país, junto con Brasil, más importante del Cono Sur se instala en un nuevo periodo de turbulencias peronistas o se echa en manos del radicalismo más extremista y peligroso. Argentina se asoma otra vez al abismo y a otra de sus crisis cíclicas en las que parece al borde del colapso y de las que logra recuperarse milagrosamente. La frase atribuida a Bismarck sobre la fortaleza de España porque a pesar del empeño que ponían los españoles no lograban destruirla se podría aplicar a Argentina incluso con más propiedad. Las elecciones del pasado domingo y las incógnitas que se abren para la segunda vuelta retratan un país políticamente desarticulado, con fracturas sociales peligrosas, que no es ya ni una pálida sombra del que hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX era uno de los más atractivos del mundo para emigrar e iniciar una nueva vida. Por lo que parece, aquella Argentina es ya irrecuperable.
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