El Gobierno de Pedro Sánchez vive, posiblemente, uno de los momentos más bajos de la legislatura y transmite una angustiosa sensación de estar contra las cuerdas. La huelga de transporte amenaza con crear una situación de desabastecimiento y, por lo tanto, de alarma social, que no vivimos ni durante los peores momentos de la pandemia; cada día nuevos sectores económicos avisan de que están en riesgo tanto la producción como la cadena de suministros; la paciencia de los agricultores, ganaderos y pescadores está en el límite y como consecuencia de este clima ciudadano se está produciendo acaparamiento de alimentos y bienes de primera necesidad por parte de los consumidores. A todo ello se suman las reacciones políticas al brusco cambio de postura de Pedro Sánchez con respecto al antiguo Sahara español, que han puesto de relieve una vez más las profundas divisiones internas de la coalición entre PSOE y Podemos, que se sostiene exclusivamente por las ansias de permanencia en el poder de los unos y los otros, y la debilidad de los apoyos sobre los que se sustenta la mayoría gubernamental. Ante este cúmulo de circunstancias negativas, el Gobierno parece paralizado y sin capacidad de respuesta. En la huelga del transporte ya ha cometido el error de haber puesto encima de la mesa 500 millones de euros que sólo han servido para empeorar las cosas, mientras mantiene la negativa a bajar los impuestos que gravan los carburantes a la espera de una resolución que debe adoptarse por la UE en la cumbre de hoy y mañana. Otros países de nuestro entorno, sin embargo, ya han acometido medidas en esa línea urgidos por lo delicado de la situación. Todo esto se produce, además, en una crisis internacional en la que la guerra de Ucrania se prolonga más de lo inicialmente previsto y en la que los planes de Rusia son una incógnita con alta capacidad desestabilizadora en toda Europa. España necesita un Gobierno que gobierne de verdad y, en estos momentos, parece que no lo tiene.