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La universidad pública proyecta la imagen de un pesado mastodonte al que le cuesta un tremendo esfuerzo dar pasos en cualquier dirección. Pasa en toda España y Andalucía está lejos de ser una excepción. Junto a los muchos aspectos positivos que podrían destacarse del mundo universitario y de su aportación a la sociedad, los problemas que arrastran estas instituciones son casi infinitos: desde la financiación a la escasa, salvo excepciones, capacidad investigadora, desde la atomización a la falta de reconocimiento social. Pero quizás una de las realidades que más lastran a las universidades sea su falta de adecuación a las exigencias del mercado. Cada año salen miles de egresados con una formación que dista mucho de ser la que reclaman las empresas, lo que produce frustración tanto en los licenciados como en sus presuntos empleadores. La consecuencia es que se rebaja el valor de una titulación. El decreto de ordenación de enseñanzas universitarias que ha aprobado esta semana el Consejo de Gobierno de la Junta apunta en la buena dirección con un conjunto de medidas que pondría remedio a algunas de estas deficiencias. La principal de ellas es que se faculta a los centros para actualizar sus títulos y másteres cada dos años. Se introduciría así un criterio de flexibilidad para facilitar la adaptación a una realidad económica y social que es por definición cambiante, un factor que ha acentuado la revolución tecnológica en la que estamos inmersos. Otros elementos que ayudarán a esta adecuación son el impulso a los planes de educación dual y a la colaboración internacional de las universidades andaluzas. Si el decreto se aplica con efectividad se habrá dado un paso importante para que la enseñanza superior cumpla sus fines sociales, sin olvidar que la Universidad también tiene la responsabilidad de mantener viva la llama de la educación en valores a través de las Humanidades y de todas las disciplinas que en ellas se incardinan.
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