Editorial
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La cumbre de la OTAN que ayer se clausuró en Madrid ha certificado el escenario mundial que se puso trágicamente de relieve el pasado febrero, cuando Rusia transgredió todas las normas del Derecho Internacional y violó la independencia e integridad de un Estado soberano, como era Ucrania desde los primeros años 90 del siglo pasado. Hemos entrado en una nueva etapa histórica en la que la confrontación entre potencias y la permanente amenaza de una escalada bélica van a presidir las relaciones internacionales y en la que Europa, una vez más, es el principal escenario de ese pulso. Volvemos a una situación que, hasta cierto punto, podría compararse con la Guerra Fría que tensionó al mundo hasta la caída del Muro de Berlín en 1989. Pero los cambios tecnológicos y sociales de los últimos cuarenta años lo hacen todo mucho más complejo, peligroso e imprevisible. La OTAN deja claro que Rusia y su régimen autocrático es la principal amenaza a la que se van a enfrentar las democracias en los próximos años y que China es un desafío, por ahora poco definido, pero que en cuestión de pocos años puede dejar pequeño al que hoy representa Putin. E incluye un tercer elemento: los peligros que en el flanco sur de la Alianza representan la inmigración incontrolada y el terrorismo de origen yihadista en el Sahel. Ese flanco sur afecta especialmente a España y, dentro de ella, a Andalucía. La cumbre de la OTAN ha fortalecido la posición española en el diseño de la defensa occidental. La petición del presidente de EEUU, Joe Biden, de aumentar sustancialmente la presencia de los destructores, basados en Rota, que participan en el despliegue del escudo antimisiles se inscribe en esa línea. Nuestro país tiene la obligación de hacer frente a los compromisos de defensa, tanto desde el punto de vista de la logística como desde el presupuestario, y no cabe, en un mundo cada vez más convulso, perderse en planteamientos políticos caducos como los que empiezan a escucharse estos días.
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