Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Una sala vacía

LAS fiestas nos las echan a la espalda como una obligación sin equilibrio, como si ya desde mediados de noviembre sólo fuera posible concebir la vida en su fruición de cromatismo, de esquejes de cipreses trasplantados a la fachada gris más portentosa como una sonrisa matutina distante. En todo el ornamento navideño hay un río sanguíneo soterrado que serpentea el absurdo en su tristeza, un pulso grotesco que se agrava cuando no se advierte su tensión. Es lo que supo ver, por ejemplo, Tim Burton en Pesadilla antes de Navidad, cuando la iconografía más socorrida se tornaba en todo un escenario de terror, a pesar de elementos más sensibles a la ternura última. Sin embargo, uno de los grandes clásicos navideños por excelencia, Qué bello es vivir, también tiene su lado oscuro de tiniebla, de reverberación de la otra vida que late y que deambula debajo de la fiesta más visible. El protagonista, encarnado por Jimmy Stewart, es un hombre cercado por las deudas, por la estrechez pecuniaria, pero no sólo suya, sino también de aquellos que han depositado en él su confianza. Hasta aquí, una situación que de otro modo podría haberse resuelto con cinismo. Sin embargo, la cualidad más distintiva de este personaje es que es un ser moral, sólida y hasta familiar, heredada de su padre, y su conciencia le lleva a desear no haber nacido, a desear no existir, para no tener que enfrentarse a la situación de desespero que le hará caer ante sus conciudadanos, ante su propia familia y también, y esto es lo grave, ante sí mismo.

Así pues, su deseo le es concedido, y así este hombre asiste a lo que sería la vida sin él, la de sus conciudadanos, sus amigos, su mujer y sus hijos, sin que él existiera. La escena más angustiosa, en esto, es cuando se encuentra con su mujer y ésta no le reconoce, no le ha visto nunca, y hasta pide socorro por el acecho inquietante de un desconocido que asegura ser su esposo. Esta soledad, la soledad no sólo de no estar, sino también de no ser, es el lado oculto de estas fechas, es perfil terrible y es la sombra que supo ver Frank Capra y que más tarde recuperaría Tim Burton. El exceso toca su defecto, y este exceso de fiesta, de alegría, como una imposición, lleva una carga interna de dolor, pero un dolor terrible, un dolor prófugo, un dolor que se esconde de su silueta.

Si la belleza a veces nos agrede, qué decir de unos días en los que, como se ve en Qué bello es vivir, la alegría es una suerte de horror vacui, una desolación sin admitir. Recuerdo cuando José Luis Rey organizó un ciclo cinematográfico poco antes de Navidad y la proyectó: también aquella sala estaba vacía.

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