Las dos orillas
José Joaquín León
Turismo y vivienda
Confabulario
Ya habíamos visto al señor Junqueras. Y ayer mismo era el señor Turull quien aprovechaba su comparecencia para vindicar ante el mundo su inocencia. El señor Junqueras dramatizó su intervención con cierto aire de beato antiguo, como un hijo tardío y desmejorado de aquella Corte de los milagros valleinclanesca. Don Jordi Turull prefirió, sin embargo, un tono admonitorio y gris, no sabemos si eficaz, que acaso delata su vocación política. El asunto, en cualquier caso, es que tales divagaciones son puntualmente interrumpidas por el tribunal, de modo que la épica libertaria del señor Junqueras, por poner un ejemplo, se va transformando, con el tiempo, en un tedioso e inmisericorde relato de hechos probados.
Esto de acudir a la retórica, para que se enteren en Europa de lo que hacemos los españoles (como si España no fuera Europa, y como si Europa no conociera -ahora televisado en directo-, el aciago escalofrío juvenil con que el nacionalismo prende en el pecho de sus víctimas); esto de abismarse en la retórica, repito, recuerda invariablemente al proceso en que se vio envuelto Oscar Wilde, a cuenta de sus amores con lord Alfred Douglas. Y digo que nos lo recuerda, porque Wilde fue, sin duda, uno de los grandes retóricos de su siglo, y quiso confiar a su ingenio, el más alto ingenio de las Islas, la defensa de sus intereses contra el padre del señorito Alfred. Pero, claro, en lugar del público obsequioso y trémulo del teatro St. James, don Oscar se encontró ante las adustas pelucas de un tribunal de justicia. De modo que su efervescente oratoria fracasó (y de qué manera: dos años en la cárcel de Reading lo confirman), llegada ante la diestra y eficaz prosodia de la judicatura. Con esto, lógicamente, no estamos comparando al señor Wilde con el señor Junqueras. Pero sí damos noticia de un común equívoco, hijo del siglo romántico, que pone los sentimientos, el buen corazón del encausado, por encima de la letra impresa de los Códigos.
Ahí reside la naturaleza misma del nacionalismo, y su ardorosa concepción lírica de un mundo prosaico. Un mundo, añadiríamos, esperanzadoramente, maravillosamente prosaico. De ahí que los jueces no entiendan de las calidades poéticas del cuitado Oriol, y sí de su desacato a las leyes. ¿Es esto justo?, se preguntarán con pesadumbre los encausados. Sólo en la medida en que el tribunal olvide la bondad ingénita del catalanismo y se ciña, ay dolor, a sus desvergonzados hechos.
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