Tribuna de opinión

Juan Luis Selma

Nuestras relaciones nos hacen

El hombre, ser dotado de inteligencia y de voluntad, está hecho para la relación, para el diálogo

Tertulia en una terraza al sol en La Corredera.

Tertulia en una terraza al sol en La Corredera. / Miguel Ángel Salas

José Ortega y Gasset hizo famosa la expresión: “Yo soy yo y mis circunstancias”. En ella, nos hace notar que el yo solo no existe, el individuo no da razón de sí mismo. No puedo ser al margen de una serie de factores, de circunstancias. En todos hay un entorno, una historia, un tiempo que nos configuran. Parafraseando a nuestro eminente pensador, diría que “somos yo y nuestras relaciones”. El refranero popular lo intuye al decir: “dime con quién andas y te diré quién eres”.

Nadie viene solo al mundo, nadie crece solo, nadie llega a ser persona al margen los demás. La primera y más importante relación es la filiación, que lleva pareja la paternidad. Somos también de un sitio, de una época. El entorno, las circunstancias y relaciones nos marcan, dejan una profunda huella en nuestro ser. Es cierto que la libertad, esa capacidad de elección, de ir haciéndonos, de buscar nuestro bien, tiene un gran potencial que nos libra de un fatal determinismo. El yo puede alterar las circunstancias, elegir las relaciones. Nuestro yo es poderoso, libre.

Hoy ponemos el acento en el individualismo; entre colectivismo e individualismo nos quedamos con el segundo. El ego, el sentimentalismo, el afán de libertad, la búsqueda de la propia realización: salud, descanso, gustos, placeres, sensaciones, etc., marcan el ritmo de nuestra vida. Alardeamos de pensamiento propio, de libertad, de ser rompedores, pero esto no resiste un análisis profundo. Estamos muy manipulados, influidos, conducidos. Aunque nos encerremos en nuestra habitación, aunque abramos muy difícilmente nuestra intimidad, aunque busquemos hacer lo que nos da la gana, hay un montón de relaciones dadas que nos configuran. Lo triste es que lo ignoramos. Quedarme solo con el móvil no es independencia ni libertad, es manipulación en muchos casos.

También le damos una gran importancia al sentimiento. Satisfacer los sentimientos, dejarnos llevar por ellos, creer que la norma moral y ética es guiarnos por lo que sentimos: bueno lo que me agrada, malo lo que me fastidia. Pero si no estamos educados, si no somos capaces de discernir lo que es bueno o malo para mí, esta conducta puede ser destructiva, nociva.

Decía Jaques Maritain: “El mundo moderno confunde dos cosas que la sabiduría antigua había distinguido: confunde la individualidad con la personalidad”. El yo, para que sea propio de una persona, debe enriquecerse con las relaciones. Estas nos ponen en contacto con otros individuos que nos enriquecen, a la vez que les enriquecemos a ellos. Pero este nexo debe ser con los otros, no con las máquinas: ordenador, móvil y demás aparatitos. Es el contacto, la ilación con lo personal: nombre y apellidos, lo que me ayuda a crecer, lo que me saca de mi pobre individualismo.

La riqueza del ser personal, del hombre, a diferencia de los demás animales y cosas, le lleva darse, a salir de sí mismo. Es un ser tan poderoso, tan vivo, que no puede estar encerrado. Hoy celebramos la Fiesta de la Santísima Trinidad: un Dios que siendo Uno es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es Familia. Es filiación, paternidad, amor mutuo. Hay un diálogo en su intimidad. En boca de Ratzinger: “Al querer hablar de Dios en la categoría de trinidad lo que hacemos no es multiplicar la sustancia, sino afirmar que en Dios uno e indivisible se da el fenómeno del diálogo, de la unión de la palabra y el amor”.

El hombre, ser dotado de inteligencia y de voluntad, está hecho para la relación, para el diálogo. Este continuo coloquio nos enriquece y configura. Nos saca de nosotros, nos muestra nuestra grandeza, el sentido de nuestra vida. Nos hace olvidarnos de nuestro pequeño “yo” descubriendo innumerables “tus”. Tanto mejores seremos cuanto mayores y ricas sean nuestras relaciones. La capacidad de escuchar, de enriquecerme con la opinión y saber del otro, me hace más persona, menos cosa. Y, al revés, el encerrarme en mis opiniones y juicios me cosifica. Podría suceder que tanto individualismo llegue a deshumanizarme.

Una sana sociedad no es el conjunto de muchos individuos; como una familia no se compone de varios sujetos, sino de las relaciones entre aquellos que la componen. Millones de relaciones paternofiliales, vecinales, comerciales, deportivas, culturales…. El individuo no es el final, es el punto de partida. Sus relaciones con los demás le otorgan su personalidad.

El trato frecuente con Dios en la oración, ese diálogo de amor entre el Creador y la criatura, nos dignifica y enriquece. Los grandes místicos, los contemplativos adquieren una gran personalidad e influyen en la sociedad. Sin lugar a dudas, es mucho más enriquecedor el diálogo con Dios que el soliloquio interior.

El diálogo fluido entre los esposos es cauce de conocimiento mutuo, de enriquecimiento personal, de armonía. Lo que no podemos hacer cuando nos enfadamos es dejar de hablarnos; quizá no sea conveniente mientras estamos encendidos; pero, cuanto antes, hay que mirarse a la cara, pedirse perdón, hacerse cargo: dialogar.

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