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Cuando leemos, oímos música, vemos películas o contemplamos obras de arte, por una lógica combinada de biología e historia, andamos sobre rastrojos de difuntos (afortunadamente no sin calor de nadie ni sin consuelo, como Miguel Hernández). Biológica porque desde Hipócrates sabemos que “ars longa, vita brevis”. Histórica porque no hay juez más fiable que el tiempo: aunque cometa alguna injusticia, suele poner las cosas en su sitio. Oímos, vemos y leemos obras de nuestros coetáneos, por supuesto. No hay que llevar al límite la boutade atribuida a Borges: leer algo que tenga menos de un siglo es correr un riesgo innecesario. Pero la mayoría de nuestros placeres musicales, cinematográficos, artísticos y literarios son ese caminar sobre rastrojos de difuntos (rastrojo aquí adquiere todo su sentido de campo de cultivo que, después de segada la vida del autor, revive con la semilla de cada espectador, oyente o lector).
Lógico, si pensamos que las pinturas figurativas más antiguas tienen unos 45.500 años, que el origen de los universos literarios con los que los occidentales guardamos relación se remontan –Homero y los primeros escritos de la Biblia– a hace 28 siglos, que el teatro tiene unos venerables 2.500 años y que las notaciones musicales se remontan a entre los siglos VIII y XII. Hasta el cine, tan jovencito en comparación con otras artes, es ya en su mayoría ver moverse y oír hablar a quienes llevan muchos años muertos, la supervivencia más fantasmal que el ser humano haya creado. De los escritores más míos, solo dos –Marilynne Robinson y Svetlana Alekxiévich– viven. De los cineastas, solo Terrence Malik y Paul Thomas Anderson (y este según le sople el viento inspirador). De los músicos, ninguno (dejo aparte los de cine, jazz y otras modalidades, que alguno me queda).
No se vea en esto pesimismo. Todo lo contrario. Alguna vez he citado aquí la que considero mejor definición de la literatura y el arte que conozco: “La solidaridad que une la soledad de innumerables corazones en los sueños, en el placer, en la tristeza, en los anhelos, en las ilusiones, en la esperanza y el temor, que relaciona a cada hombre con su prójimo y mancomuna toda la humanidad, los muertos con los vivos, y los vivos con aquellos que aún han de nacer”. Lo escribió Joseph Conrad, de cuya muerte se cumple un siglo, hace 127 años en el prólogo de El negro del Narcissus.
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