Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
El mundo de ayer
Hay algo en los libros que resulta obvio para quienes los frecuentan e inentendible para quienes los ignoran: su valor sentimental. Del libro, en torpes y bienintencionadas campañas de concienciación, se ha dicho de todo, adornándolo con cursis maquillajes y lugares comunes; quienes las hacen, especialmente en los institutos, intentan resultar interesantes, convencer a los chavales como vendedores de crecepelo de que un libro no muerde, y se da normalmente una cruel paradoja que invalida todos sus loables esfuerzos: los únicos que suelen creer sus sinceros y desesperados mensajes son los que no los necesitan. Pese a todo, estas cruzadas acaban dando frutos inopinados, y algún niño suelto, como una flor salvaje, rompe en lector, y a veces en el más fervoroso.
Mi amigo Josega Real, maestro de Lengua y Literatura en Barbate, me pasó una entrevista cortita que le hacen en El País a Juan Villoro, preguntándole, como ya han hecho con otros muchos escritores, por su biblioteca, sus lecturas, sus obras imprescindibles, sus manías como artista. Hay en ella una cita algo larga, la que abre el vídeo, que me permito compartir con ustedes: “La literatura es como el paracaidismo: en condiciones normales, solamente algunos espíritus intrépidos la practican; pero en condiciones de emergencia, le salvan la vida a cualquiera. En la enfermedad, en el naufragio, en la cárcel, en la soledad o en la depresión profunda, un libro te cambia, un libro te salva”.
Villoro dice una verdad, pero dice también sin decirla otra: que la economía –sus ritmos, sus razones, sus horizontes– no admite a los enfermos, a los desesperados, a los niños, a los presos, a los náufragos, a los viejos, a los que no están de humor para el trabajo ni para la vida. El libro, al que tantas veces se defiende porque tantas otras veces se pone en cuestión, es el fruto de otro tiempo, quizás de ninguno, que opone su calma a la prisa de este tiempo, de todo tiempo.
Por el libro, esa enfermedad para enfermos, se vive y se muere. En Sevilla, hace unos años, supimos del trágico sacrificio de Rafael de Cózar, quien trató de salvar sin suerte su biblioteca de un incendio. Irene Vallejo abre su delicioso y didáctico El infinito en un junco con la historia de los jinetes enviados por el faraón para buscar y llevarle los libros que aún no estuvieran en la gran biblioteca de Alejandría. Hace poco me topé con otra historia curiosa, la de Al-Jahiz, el más preclaro escritor del Califato abasí, que escribió entre otros El arte de mantener la boca cerrada y que murió, a los noventa y dos años, cuando una montaña de libros se le cayó encima. Murió sabiéndolo todo y, suponemos, sin decir ni mu.
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