La iglesia de J. M. Castillo

Fue defensor de una visión espiritual donde el Evangelio se sitúe por encima de la Religión

Ha fallecido la semana pasada en Granada el sacerdote José María Castillo, una de las principales voces discordantes de la Iglesia, profesor de la Universidad de Granada apartado de la docencia por la ortodoxia dominante desde el pontificado de Juan Pablo II junto a otros teólogos de su cuerda luego reunidos en la Asociación Juan XXIII, y miembro de la Compañía de Jesús durante cincuenta años hasta su abandono voluntario en 2007. El padre Castillo fue un tipo de sacerdote transformado por las corrientes renovadoras del Concilio Vaticano II, defensor de una mayor colegialidad en las decisiones eclesiásticas, el acercamiento a los colectivos más abandonados de la sociedad y una visión espiritual donde el Evangelio se sitúe por encima de la Religión. Su heterodoxa trayectoria recuerda a otros religiosos díscolos e irreductibles como el padre Díez Alegría, aquel “jesuita sin papeles” que tantos dolores de cabeza dio al bueno del Padre Arrupe.

Yo tuve la suerte de llegar a él a través de mi tío Enrique Osborne, quien lo trató mucho y se tenían gran estima, hasta llegar a conocer algo de su importante obra publicada, pues a pesar de su aparente retiro nunca dejó de escribir. Destaco aquí hoy su sugerente cristología La humanización de Dios (editorial Trotta, 2010), honda reflexión sobre el proceso de humanización de Dios en la persona de Jesucristo, clave en su forma de entender la Religión y la Iglesia. Esa perspectiva de la espiritualidad desde el Jesús del Evangelio, que tan clarividentemente nos transmitieron en el colegio, es la clave de toda la obra de Castillo, y en cierta manera nos ha marcado a muchos. Aquella mañana de enero en el Mar de Galilea, siempre digo que me acordé de mi padre… y del Padre Huelin.

Cuentan que cuando en su casa, ya él nonagenario, descolgaron el teléfono y reconocieron al otro lado la voz del mismísimo Papa de Roma, corrieron sin creerlo para avisarlo. Y efectivamente era Francisco, quien le confesó que lo leía con frecuencia y le animaba a seguir escribiendo, en quizá la más sutil y elegante rehabilitación que uno recuerda. La voz de Castillo, como la de otros teólogos que no hace falta nombrar, ha sonado fuerte en el seno de la Iglesia, quizá en algunas cuestiones distorsionada, pero siempre rotunda en la defensa de los más desfavorecidos. Como la vigencia de su fructífero legado, que mal haríamos en olvidar.

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