La pasada semana, participé por primera vez desde que se declarara la pandemia, en un congreso médico nacional. Se trataba del Foro Multidisciplinar Anual de Enfermedad Tromboembólica Venosa, una reunión de expertos en esta patología, de diversas especialidades. Además de las interesantes ponencias que se expusieron, hubo tiempo para la charla y el reencuentro con los colegas, y para cambiar impresiones acerca de lo acontecido durante estos últimos años. Recordaban algunos compañeros, la dramática situación que se vivió en la primera ‘ola’ de la pandemia, en nuestros hospitales. La terrible experiencia de enfrentarnos a una infección, para la que teníamos pocos recursos terapéuticos y que en pocas horas veíamos como arrasaba la vida de nuestros pacientes, que llegaban en un número ingente a los servicios de urgencias colapsados. Rememorábamos aquellos fatídicos días en los que muchas personas enfermas de Covid-19 morían en soledad, con nuestra única compañía. Y también recordábamos con angustia, el miedo que nosotros mismos sentimos ante la posibilidad, no ya de contagiarnos, sino de transmitir la enfermedad a nuestras familias. Cómo hacíamos vida ‘aparte’ en nuestra propia casa, e incluso como alguno/a de nosotros/as nos trasladábamos a los hoteles habilitados para el personal sanitario, para evitar cualquier contacto con los familiares. Aquellas guardias infernales, agotadoras que nos sumían en una profunda desesperanza ante las cifras de ingresos y de decesos en cada una de ellas. La austera vida que llevábamos, con esa sensación de incertidumbre, que hacía si cabe aún más difícil, ese trayecto desde el domicilio hasta nuestros respectivos hospitales. Y esa sensación de satisfacción del deber cumplido escuchando los aplausos diarios de las 8 de la tarde. Pero se apagaron los vítores, ya casi nadie recuerda el descomunal esfuerzo realizado y ahora manifestábamos con mucha tristeza todas las situaciones que vivimos diariamente, de violencia hacia los médicos, en particular, y hacia el personal sanitario, en general. Y no son solo estadísticas las que reflejan ese aumento incomprensible de las agresiones, son casos concretos, que muchos de nosotros hemos vivido directa o indirectamente. No solo de violencia física, sino también de violencia verbal, que con no poca frecuencia, soportamos en nuestras consultas. Y nos preguntábamos, ¿ha pasado tanto tiempo, desde que se nos consideraba héroes? Sin duda, ninguno/a lo somos. Pero llegó el momento de alzar nuestra voz y exigir la protección y el respeto de la sociedad, de los que con demasiada frecuencia carecemos.

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