Las democracias liberales europeas y occidentales estamos comprometidas. La invasión rusa de Ucrania no deja lugar a dudas sobre quién sea el culpable de conducirnos a todos a este desafío. Es Vladimir Putin. De otra parte, tampoco cabe duda de que la guerra diseñada por este criminal ataca el fundamento básico, la esencia, de la construcción política de nuestras democracias. No se trata de verificar que haya un ataque concreto sobre cualquiera de los principios que definen nuestro modo de vida, sino de comprobar que ninguno de ellos le importa al invasor. La guerra de Ucrania, de la que Rusia es culpable, nos compromete porque, más allá de lo concreto, sitúa las opciones del mundo libre entre dos: defender la libertad o contemplar cómo se fulmina.

Las sanciones económicas impuestas a Rusia, el ahogamiento de los oligarcas rusos, clave de bóveda de un sistema podrido (que ha crecido alimentado, entre otros, por la inversión occidental sin escrúpulos y que, todavía hoy, sigue comprando su gas), son importantes y darán fruto, pero son insuficientes. La maquinaria militar agresora no se vence solo debilitando su flanco financiero. La respuesta a la agresión es la defensa, primero, y el ataque, después. Evitar que la agresión consiga sus objetivos y neutralizar la amenaza plausible futura. Rusia invalida esta opción (indeseable desde el punto de vista humano, pero probablemente necesaria desde el punto de vista histórico y político) porque amenaza con el botón nuclear y, efectivamente, disuade. Si es un farol, desenmascaremos al criminal. Si no, ya estamos perdidos, porque cualquier desaire lo activa.

El riesgo inmediato es enorme, sin duda. Pero, mientras sancionamos, ninguna medida disuasoria, dispuesta enfrente por nuestra parte, compite en igualdad de armas con la del agresor. Tenemos que afrontar esta obviedad: a la fuerza militar se le combate con fuerza militar. Tenemos que decidir si consentimos que Rusia imponga su victoria. Sancionar, en la esperanza de que la asfixia económica le impida aguantar, la debilita, pero no la derrota, y no protege necesariamente nuestro interés porque el agresor reconoce la sanción como una declaración de guerra, con lo que sostiene y amplía la amenaza. A corto plazo, no disuade, espolea.

Declarar que nadie quiere la guerra con el régimen liberticida ruso, que también secuestra a su pueblo, ya no es actual. Nadie la quería, pero ya está en marcha. Hasta el último minuto antes del estallido todo cabía por evitarla, pero, una vez sangrando, la paz solo se alcanza con la victoria del valor y la derrota del agresor.

Es la guerra obvia o el deshonor camuflado que abrirá la puerta a nuevas agresiones. Querer la paz es luchar por ella, porque si ganan, la ausencia de guerra no es paz, es solo victoria. Y será también nuestra derrota.

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