Pilar Rodríguez Domínguez

Gorriones en la piscina

Opinión

Monumento a la belleza de la mujer cordobesa
Monumento a la belleza de la mujer cordobesa

06 de octubre 2023 - 07:00

Es tal el beneplácito con el que cuenta el verano que la máxima de los festivales —estar de fiesta y disfrutar sin parar—, es prácticamente una prescripción social de obligado cumplimiento; cuando el único mandamiento en este tiempo estival debiera ser que cada uno lo emplease en su propio bienestar, amordazando la rutina del resto del año, el tedio, los horarios de maquinistas, para sumergir las horas y las manecillas del reloj en arena, agua con sal o en tierra, de esas huertas que ya van necesitando nubes preñadas de agua bendita. Ni siquiera la agresividad del sol o el calor inhumano consiguen desmitificar esta época del año, la libertad de la juventud en conserva afuera del periodo escolar.

Atreverme por tanto a sonsacarle al verano su más cruda realidad es un verdadero desafío, pues tampoco se debe acallar aquello que tanto va limando el ánimo y mermando incluso la cordialidad. Hay lugares en la península donde habitar en verano es una estoica batalla, ciudades y pueblos donde durante dos meses y más el termómetro oscila entre los 39 y los 49 grados y solo algunas noches concede una tregua para tratar de conciliar el sueño. En Córdoba por ejemplo, mi ciudad de nacimiento, la ciudad se convierte en un fantasma reseco, la gente trata de escapar del hormigón recalentado, del verdor que palidece y del estridular de las chicharras acuchillando el único atisbo de silencio en el exterior. Los olivos resisten, el cauce de los ríos se va enfangando más y más, y las palomas aprovechan cualquier gotita de agua de las fuentes para beber y refrescarse. Los gorriones tiene pases gratuitos para las piscinas, incluso suben a las mesas para picar cualquier miguita de pan que les quieran dar.

En muchos lugares las olas de calor, a las que se han empeñado en dotar de numeración, son simplemente un oleaje constante de su cotidianidad en los meses de junio, julio y agosto. Convivir con este calor es lo que hacíamos desde niños, cuando sobrevivíamos sin aire acondicionado: a base de limonadas caseras, jarras de tang, agua en los botijos, pilones y piscinas, paseos en bicicleta para al menos, aunque cálidas, sentir alguna ráfaga de viento en nuestro rostro. De niño el calor se sobrelleva sin sufrimiento, como el pelo mojado al salir de la piscina sin necesidad de secarlo; pero lo más duro lo sufren nuestros mayores, porque como bien dicen los dermatólogos la piel tiene memoria, y los veranos también van dejando su impronta mental, arrugas cansadas del áspero oxígeno, tardes de encierro con el aire acondicionado que ya van vislumbrando días más cortos y el otoño próximo que por fin los liberará de tal caldero diario.

El verano pasado escribía sobre el estridular y buscaba sus resonancias en poemas de Antonio Gala, éste me vuelco en la lectura de Pedro Páramo y por casualidad o simplemente “consonancia calurosa” hallo nada más empezar a llegar a Comala “Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren , al llegar al infierno regresan por su cobija”. El calor sofocante que siento me hace sentir cómplice de estas líneas, más comprensiva; así como la tristeza que anida en Luvina (en unos de sus cuentos de El Llano en Llamas) se entiende mejor si uno habita en Córdoba en verano, porque el aire que sopla en esos meses no trae frescor y resulta tan oprimente que maltrata la paciencia de la gente.

A pesar de todo esto, cada verano vuelvo a casa de mis padres, a su desértico aire exterior y asumo que por más que uno huya, el entorno es insoslayable, porque los verdaderos viajes son agridulces y han de tratar de atisbar las delicias y también las agonías de cada lugar y sus lugareños. El viajero atento deja pasar la vía de servicio y acaba deteniéndose en un pueblo minúsculo y desconocido en la meseta donde a pesar del calor, a la sombra de una vieja ermita, una vecina sale a saludarte nada más llegar:

—Si necesita algo vivo aquí a la vuelta de la esquina —añade.

Y te quedas allí bajo la sombra con un frescor que proviene del norte y que pervive en los muros de tu propia respiración, tapias mentales que hemos de alzar para siempre tener sombra para refugiarnos, frente a la amarillenta campiña, para que el ánimo no decaiga; y para que ver llegar siempre sea motivo más que suficiente de grata bienvenida, como el amor desprendido sea cual sea la fecha o estación del año en que se da.

Menudo ejemplo de coraje el de tantas y tantas personas mayores que resisten la embestida del verano y cuya gesta acalla el estridular de las chicharras. Si consigues escuchar tras de ellas, sabrás de la supervivencia, de la lucha, del trabajo y cualquier queja se evaporará antes de ser pronunciada.

En el Monumento a la Belleza de la Mujer Cordobesa una mujer extiende la palma de su mano para sentir las gotas de agua cayendo sobre ella: no hay angustia en su sed, ni imperiosa necesidad de beber. No encuentro mejor ejemplo para sobrevivir en esta ciudad histórica en verano: beber agua e hidratarse por supuesto, pero también aprender a repensar el desierto y su fatiga ocupado en otro menester: un buen libro, un buen paseo, una dulce receta, un helado a cualquier hora, buena compañía para pasar las horas. Y quién pueda permitírselo… siestas con aire acondicionado.

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