Brindis al sol
Alberto González Troyano
Mejor por escrito
El fuego, ese dios de dos rostros que ilumina y devora, descendió sobre nosotros hace unos días. Un incendio ha herido a la Mezquita-Catedral de Córdoba, arrancando fragmentos de su piel y dejando cicatrices en un testigo vivo, guardián de civilizaciones entrelazadas en columnas, arcos y maderas. No es sólo piedra lo que arde: es identidad, memoria y el pulso de culturas que han sabido convivir dejándonos belleza y armonía.
Se dice que lo material puede reemplazarse, pero hay bienes que no son simples objetos: son custodios de nuestra memoria común, páginas de un relato que nos trasciende. El incendio desvela nuestra fragilidad y, al mismo tiempo, nuestra capacidad de renacer. La cicatriz que deja no es un mero recordatorio de lo efímero: es una llamada a custodiar lo heredado. Como enseñó Marco Aurelio, no controlamos los acontecimientos, pero sí nuestra respuesta ante ellos. Así, cada desastre se vuelve una pregunta incómoda: ¿hemos hecho todo lo posible por cuidar lo que decimos amar?
Metafóricamente, el fuego aquí nos recuerda que nada es eterno, que lo material puede perderse en segundos, pero también que cada pérdida puede ser semilla. La purificación que trae no es bienvenida, pero puede aprovecharse: obliga a revisar, restaurar y repensar la relación con nuestro patrimonio. En la cicatriz se esconde la oportunidad de mostrar que la cultura no sólo se hereda, sino que hay que cuidarla con responsabilidad.
La Mezquita-Catedral es fruto de la coexistencia entre distintas creencias. Sus símbolos, complementarios, la convierten en patrimonio de creyentes, agnósticos, amantes del arte y ciudadanos del mundo. Cada capitel es verso de poema escrito por musulmanes y cristianos durante más de mil años, y cada mosaico o sombra en el mármol nos recuerda que la historia se construye con piedra y con voluntad de preservarla.
Hoy, herida, la Mezquita-Catedral nos interpela. El incendio no purifica; revela. Nos muestra grietas invisibles en nuestra conciencia ciudadana y nos recuerda que preservar este lugar no es nostalgia, sino compromiso activo con lo que somos y con lo que daremos a quienes aún no han nacido. Tal vez ese fuego haya encendido en nosotros otra llama: la que no consume, sino que vigila; la que obliga a mirar más allá.
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