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El feminismo ha sido determinante en la cultura política española de los últimos años. Rodríguez Zapatero abrió un surco de movilización social y electoral a favor de la izquierda y un período de cambios, legislativos y culturales, que han transformado el marco jurídico de la igualdad de género y la actitud social frente a la discriminación. Todos somos acreedores netos de este movimiento, capaz de transmitir entusiasmo cívico y en el que no ha estado ausente una cierta pulsión revolucionaria. Una promesa, digamos, de cambio radical y felicidad pública.
El gran éxito del feminismo español, a parte de las leyes aprobadas bajo su influjo, nos lo certifican otros dos hechos igual de relevantes. El primero, que sus contornos se han extendido más allá de la izquierda. Muchas mujeres no identificadas como progresistas y ajenas en su día a la lucha feminista, son representativas ahora de ese ideal de emancipación e igualdad y asumen como conquistas sociales muchos logros del colectivo. En segundo lugar, el feminismo posee hoy un alto grado de institucionalización, cuyo exponente más evidente es la existencia de un Ministerio que identifica la causa. Pues bien, estos dos éxitos delimitan en este momento, paradójicamente, su potencial político. La asunción de los valores feministas como valores comunes diluye parte de su fuerza movilizadora a favor de la izquierda. Su institucionalización, por otra parte, le sitúa ante los riesgos de toda revolución exitosa: el establecimiento de una ortodoxia pública que no sólo confronte con los críticos del movimiento, sino con corrientes dentro de éste que puedan desencantarse con las contradicciones de una revolución profesionalizada e inconsciente, en un momento dado, de la ininteligibilidad de su metalenguaje, de la agresividad de su celo censor o de su incapacidad para reconocer errores. En todo caso, si el feminismo pasase de ser un factor de movilización social de la izquierda a una causa institucional de su derrota electoral, no estaría sino siguiendo la pauta de otras luchas que, una vez en el poder, y tras haber promovido su noble causa, se agotaron y fracturaron en esa seguridad de llevar la razón, propia de la autoridad, y que subestima la buena costumbre que tienen las sociedades liberales de tomarse a coña, en un momento dado, cualquier tipo de homilía estatal. Por no hablar, en nuestro caso, del proverbial anticlericalismo patrio, que no distingue de curias, llegado el momento. Nada de esto quitará valor a los inmensos servicios prestados.
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