Tribuna de opinión
Juan Luis Selma
Dios también llora
Ruth Bader Ginsburg ha fallecido esta semana pasada. Ginsburg era jueza del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. La justicia americana y, por extensión, gran parte de la práctica jurídica occidental pierde un referente independiente, tenaz, solvente y comprometido. Reflexionaba a propósito de Ginsburg cuánto nos separa, jugando en el mismo patio, en materia de justicia de algunos países parejos a nosotros. Partimos de premisas que parecen inmutables. El acceso generalizado a la judicatura por oposición (pura, memorística, escasa y, finalmente, elitista) sugiere que garantizamos, por una parte, la objetividad en el ingreso y, por otra, la preparación en el desempeño. Y, aunque se desmorone el sistema, lo defendemos.
Soy bastante contrario a admitir que una oposición, por muy objetiva que aparentemente resulte, sea el mecanismo más adecuado para el acceso al servicio público, al menos una oposición como las de aquí. No resto valor al hecho incontestable que estudiar, aprender y presentar la friolera de trescientos temas enormes para el acceso a una profesión sea un camino arduo que exige avalar seriamente el conocimiento. Sin duda lo es. Pero también pienso que las funciones de los poderes del Estado solo se justifican por dos razones de peso: extracción democrática y habilidades y capacidades que puedan ser sometidas a escrutinio, y esos dos condicionantes no pasan oposición. De otra parte, la superación de una oposición extrema puede acreditar un vasto conocimiento normativo, en este caso, pero no es una garantía de un desempeño ajustado a las necesidades de la sociedad a la que deben servir. Superado el desafío, el reducido grupo de antiguos aspirantes se convierte, para siempre, en la cúspide de un sistema judicial que, por su propia configuración y nuestra pobre consideración colectiva acerca de nosotros mismos como dueños del poder, los ubica en la élite que decía. Que sea ajena y displicente con el resto de los ciudadanos o abnegada y constructiva con ellos no depende de su condición de jueces, sino de sus valores personales y su concepción del servicio público. Y del voluntarismo, que por fortuna existe. Ser Juez-dios o Juez-funcionario es una cuestión de suerte.
Suerte no tenemos, la justicia no nos funciona. Es lenta, muy separada de la realidad cambiante de una sociedad dinámica, y aparentemente mejor cuanto menos comprensible sea -un derecho que no se entiende es un derecho lejano y normalmente ineficaz-. Con ese objetivo, claro, aprobaron una ley esta semana que lleva hasta 2021 los juicios telemáticos, poco y mal, promete cien unidades judiciales más en tres años desde ahora, insuficiente y lento, y aparca la toga, nada más que decir, Señoría. Esto es lo que hay. Menos mal. Por un momento pensé que se dotaría a la justicia de juristas competentes y comprometidos, con un plan anti-colapso evaluable y se primaría la habilidad para servir.
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