Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Sí sin mi coche

Ochocientos autobuses semivacíos a diario por una calle con más de mil escolares

Los futbolistas de ahora van a salas de moda donde los proveen de reservados con todos los avíos. Yo viví en un barrio “a un estadio unido” –como Góngora a una nariz, según la malicia de Quevedo– y los he visto, incluso en primera división, hacer autoestop hacia un pueblo cercano, llevar sus botas al entrenamiento y tener, por ejemplo, un Ford Escort con los faros antiniebla como si fuera el no va más de la chulería y el éxito. Aquellos últimos futbolistas setenteros y ochenteros también ligaban lo más grande –si eran de esa afición– y a los bares de copas del barrio iban a lucirse, a alternar y al tema que te quema, en esa edad que se lleva en los labios y en la ligereza en los pies. Ellos dejaban sus bólidos siempre bien visibles, nunca bien aparcados. Resulta tierno; era hortera.

Hoy, caminando mucho por el hecho de haber prescindido de coche en propiedad, me ha dado tiempo a pensar: el paseo en soledad es aún mejor para el alma que para el cuerpo. Te da lugar a observar y a observarte. Más allá de las volutas espirituales, he comprobado a bote pronto –es lunes– algo sabido: por la mañana y después de los colegios, prácticamente todos los vehículos circulan infrautilizados en plazas. No todo el mundo puede pagarse taxis. Por cierto, en esto último tengo mis dudas. Hay en la reluctancia al taxi una especie de moralina ahorradora con escasa lógica financiera: nos parecen mucho ocho euros por seis kilómetros al centro, pero no dos cincuenta por una cocacola o veinte por una convidada entre tres. Y no digamos cien por una plaza de garaje y, como mínimo, unos mil o tres mil al año por otros gastos y consumos del mimado de la familia con cuatro ruedas (y sin renting...).

Cuando descubrí la suela y el tren diarios y el coche compartido, mi desplazamiento urbano e interurbano se transformó luminosa y rentablemente. Qué decir de la bicicleta, el patinete y demás movilidades sostenibles. ¿Y el autobús de línea urbana? Ideal, pero... en el caso de mi ciudad, su capacidad ociosa es tan creciente como la velocidad y los malos modos de un número demasiado elevado de sus chóferes. Ni uno debería tocar, hecho un basilisco abusón, el claxon de pie –ni el de volante: está prohibido–, ni ir a más de cincuenta por hora, ¡o saltarse los semáforos! Por mi calle pasan unos ochocientos al día y la inmensa mayoría va semivacío. Hay miles de escolares –con sus pulmones– en esa misma calle. Eso no es sostenible.

Si usted no tiene un hándicap, o no vive retirado y sin combinación razonable para su transporte, pruebe a dejar un par de semanas el coche quieto: verá como empieza a ver su bolsillo dejar de menguar para nada.

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