Esta semana hemos hablado mucho en casa sobre la comunicación intrafamiliar. Sobre lo sano de expresarse, de compartir sensaciones, de comunicarse también con nuestro núcleo duro con el que convivimos, de hacer partícipes a esos, de lo que ocupa nuestra mente. Lo importante que puede ser que los miembros de la familia se cuenten lo que sienten, lo acertado en ocasiones de afearse posturas o reacciones, lo sano de criticarse comportamientos o aplaudirse actitudes. Lo bueno que tiene verbalizar, expresar dentro y fuera de casa, abordar y compartir. Ahora, compartiéndolo con amigos, constato que cada casa es un mundo, que en cada una se funciona de una manera. Las hay en las que no se habla por no ofender, porque confrontar cualquier opinión o impresión, se percibe como una amenaza, esas en las que cada discusión se interpreta como una agresión. Las hay en las que se afronta cada preocupación de cada miembro en cónclave, aquellas en las que las decisiones se consensuan o en las que las aportaciones de todos se tienen en cuenta para la gestión de lo individual. Dentro de la misma familia, como dentro de cada grupo íntimo de amigos, de cada equipo hasta de trabajo, los hay con los que hablamos y otros a los que nos cuesta tanto decir o que nos digan. Amigos, compañeros, parientes, con los que nos fluye más y nos fluye menos la comunicación.

Sin embargo, más allá de ocultar cuestiones por ahorrar preocupación, lo que no se dice, se encalla, no es sano, no resuelve e impide buscar soluciones entre todos. Ahora que salimos de aquel encierro, que volvemos a encontrarnos con lejanos, con mayores, con los nuestros, con compañeros de trabajo, de partido, de mesa o bar, ahora que volvemos a vernos las caras -o medias caras, mascarillas mediante- podríamos replantearnos la forma de comunicarnos también con todos aquellos. Que las distancias, las ciber relaciones impuestas, pese a permitirnos mantener la conexión, han evidenciado lo difícil de abordar determinados asuntos de forma espontánea por esa vía.

Los errores o los aciertos de un padre, del líder, de una hermana o del compañero podríamos también tratar de abordarlos de frente, serenos y sinceros. El mero hecho de haber constatado lo difícil que es expresarse de verdad, desde la distancia, debería servirnos para corregir tonos antiguos e insanos. Aquellos a los que cada crítica, enfada o molesta, también deberían replantearse la forma a la que aspira a relacionarse con los suyos. Los ofendidos por valoraciones dispares, por las diferencias, no tendrán el pulso real de su entorno. El resto, digámoslo de frente.

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