Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

En casa, en Kabul

Occidente reclama no sólo su prosperidad, sino la aniquilación de otros territorios para contar con los infiernos necesarios

En su obra Homebody/Kabul (llevada a las tablas en España en 2007 por Mario Gas como En casa, en Kabul con un inolvidable montaje), el dramaturgo estadounidense Tony Kushner contaba una historia en dos partes, en correspondencia con su título: en la primera, una mujer, madre de familia y reconocible desde cierto arquetipo occidental, sueña con abandonarlo todo, viajar al Afganistán de los talibanes e instalarse en Kabul. Su motivación no es radical ni tiene que ver con cuestiones religiosas, ni siquiera políticas: la protagonista comprende que vive una existencia vacía, desprovista de significado, e imagina el infierno de Kabul como una experiencia capaz de hacerla sentir. En la segunda parte, la familia de esta mujer, ya desaparecida, acude a Afganistán en su busca. Kushner, cuya obra teatral y cinematográfica indaga sin miramientos en los bajos instintos de la sociedad estadounidense, ofrece un duro retrato de la misma como un colectivo fascinado ante su propia nada, incapaz de conocer y de comprender, sumida en un exilio angustioso tras comprobar que todos y cada uno de los valores en los que había depositado sus esperanzas han quedado eliminados, delatados como vanos argumentos accidentales sin sustancia; dispuesta, por tanto, a buscar una alternativa en el último agujero del mundo.

Pero Homebody/Kabul sí que contiene, por supuesto, una lectura política: Kushner traslada a la dimensión individual de su personaje la convicción estratégica por la que Occidente reclama no sólo su prosperidad, sino la absoluta aniquilación de determinados territorios para que representen su papel de infierno en esta función. Veinte años después del 11-S, volvemos a tener Afganistán en manos de los talibanes. Pero así funciona: al desarrollo de las principales potencias le beneficia el reconocimiento de la barbarie y la sinrazón en otras latitudes, como en un pormenorizado juego de equilibrios, con tal de que el paraíso gane sin esfuerzo su particular justificación. Como en la Comedia de Dante, es el castigo que sufren los condenados en el infierno lo que dota de sentido a la virtud celestial de los rescatados por Cristo. Lo que sí sabemos, veinte años después, es que el paraíso es cada vez más estrecho y excluyente mientras que los infiernos se multiplican: Afganistán, Haití, Nigeria, Siria, Myanmar y otros muchos países arden en el abandono ante la fascinación, la perplejidad y el alivio de Occidente.

Nada nuevo, por tanto. Estados Unidos se reserva su función distribuidora de cielo e infierno, con talibanes o sin ellos. Y aquí, pronto habremos vencido a la pandemia.

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