La esquina
José Aguilar
Ya no cuela el relato de Pedro
en tránsito
ANDRÉ Gide creía en la pureza de los actos gratuitos que atentaban contra lo que él llamaba la moral burguesa: arrojar a un desconocido de un tren, por ejemplo (como hacía el protagonista de Las cuevas del Vaticano), podía ser un acto que devolvía al ser humano a una especie de inocencia primigenia. Para Gide, aquel crimen sin sentido liberaba a su autor del pecado original, y por lo tanto de toda idea de culpa y de caída. Y no sólo eso, sino que ese crimen sin motivo era un acto de suprema libertad, porque no obedecía a nada ni pretendía nada, ni siquiera la satisfacción de un impulso violento. Y por eso mismo, aquel acto de arrojar de un tren a un desconocido era para Gide -y para muchos vanguardistas- una escueta obra de arte.
Los surrealistas también se sumaron a esta idea: en los crímenes inexplicables, sobre todo si eran muy sangrientos, veían la obra de un artista incomprendido que ejecutaba -y nunca mejor dicho- su peculiar obra maestra. Y en 1929, en su Segundo Manifiesto Surrealista, André Breton escribió que el acto surrealista más puro era salir a la calle con un revólver y ponerse a disparar al azar contra la muchedumbre (una idea, por cierto, que pondrían en práctica los nazis en muchas ciudades de Polonia y de Rusia durante la II Guerra Mundial, y eso que habían prohibido el surrealismo por ser un "arte degenerado").
Cuento esto porque he leído la historia del tipo que entró en una iglesia, en Madrid, y mató de un tiro a una mujer embarazada y luego hirió de gravedad a otra, antes de suicidarse de un disparo en la boca. El tipo era un indigente al que se le había ido la olla, con ocho condenas anteriores, entre otras cosas por tráfico de drogas y violencia de género. En un papelito había escrito: "El diablo me persigue", y me pregunto por qué tendrá que ser el diablo el que persiga siempre a estos grillados, y no Bob Esponja o Scarlett Johansson. Pero lo importante no es esto, sino el hecho de que este tipo, que probablemente estaba loco como una cabra, se pasease tan tranquilo por Madrid con una pistola en la mano, igual que el héroe surrealista de André Breton. ¿No habría estado mejor recluido en un manicomio? Ah, claro, se me olvidaba: en España ya no hay manicomios. Se cerraron hace años porque se veían como un cruel instrumento de tortura para los ciudadanos que sólo eran un poco diferentes del resto.
Cuando llegó la ambulancia a la iglesia donde la mujer embarazada había sido asesinada, un equipo médico logró practicarle una cesárea y salvar a su bebé. De momento no sabemos si el niño vivirá, pero si vive -y ojalá sea así-, alguien tendrá que explicarle algún día que una médico de un equipo de urgencias y el personal de un hospital público lograron salvarle la vida. Honor a ellos.
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