Tribuna de opinión

Juan Luis Selma

Tarazona no recula

Anclarnos en nuestra opinión, negar lo obvio, es propio de la falible condición humana

Se cuenta de una procesión en Tarazona que encontró un obstáculo en su recorrido y quedó parada. El corregidor, que iba al final, preguntó qué pasaba y le dijeron que había que recular porque la calle estaba cortada. Este dijo que de ninguna manera, que nada de volver atrás, que saltaran la tapia, y exclamó: “¡Tarazona no recula, aunque lo mandé la bula!”. Actitud nada infrecuente en muchos; con un poco de malicia diría que, especialmente, en algunos políticos. Tenemos el famoso caso del “sí es sí” que, “erre que erre”, lleva ya más de 250 penas reducidas a otros tantos violadores.

No podemos escandalizarnos. Las usuales expresiones “no recular”, “el mantenernos en nuestros trece” y el “erre que erre” nos muestran lo frecuente que es mantener posturas intransigentes, fijas, lineales, se tenga razón o no. Tener la capacidad de rectificar, cuando hay nuevos datos o intuimos que estamos equivocados, es un don más bien escaso. Lo inteligente sería la apertura a la verdad, cuestionar las cosas, utilizar la razón. Todos tenemos la experiencia de no poseer la ciencia infusa, pues muchas veces nos hemos equivocado en nuestros juicios o apreciaciones.

“Rectificar es de sabios” dice el refranero. En teoría lo moderno sería tener una apertura de mente generosa. Indagar, recopilar datos, sopesar las cosas, tener hambre de saber, buscar la luz, pero tristemente estamos llenos de prejuicios. Nos quejamos de la manida oscuridad de la Edad Media y, ahora precisamente, hay una gran cerrazón ante lo evidente. Hay una mezcla de soberbia intelectual salpicada de mucha ignorancia que nos impide ver, avanzar.

No deja de ser llamativa la explosiva reacción política, social y mediática ante la propuesta de invitar a las madres a que escuchen el latido del corazón y vean la imagen en cuatro dimensiones de los hijos que quieren abortar. Se dice que es coaccionar su libertad. Pienso que el peor enemigo de la libertad es la ignorancia. A la hora de elegir, cuantos más datos se tengan mucho mejor.

Cuando queremos comprar un coche o un apartamento indagamos todas las prestaciones, posibles defectos… No nos metemos en tan costosa empresa por pura intuición: esta actitud no sería científica ni razonable. Sin embargo, se quiere rechazar esta medida científica, moderna, avanzada por el “erre que erre”, por no querer ver la realidad. Se quiere imponer el engaño de que el feto no es más que una maraña de células, un poco de carne y sangre cuando una simple ecografía nos muestra hasta la sonrisa del niño.

Anclarnos en nuestra opinión, defender lo indefendible, negar lo obvio es propio de la falible condición humana. Es consecuencia del pecado original que daña nuestra inteligencia y endurece el corazón. Lo lógico sería intentar superar esta soberbia. Recorrer la senda de la humildad es buscar la verdad.

Nos dice el profeta Sofonías: “Buscad al Señor los humildes de la tierra, los que practican su derecho, buscad la justicia, buscad la humildad”. Qué invitación tan bonita: ¡Buscad la humildad! Las lecturas de la misa de este domingo son un canto a esta virtud, a que nos desprendamos de la actitud altanera, arrogante, autosuficiente, ciega.

Virgen de la Humildad. Virgen de la Humildad.

Virgen de la Humildad. / El Día

San Pablo nos recuerda: “lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso”. Nos puede parecer que admitir que no tenemos razón, que estamos equivocados, que la senda que recorremos no es la adecuada es muestra de debilidad; incluso que rectificar es reconocer que somos menos inteligentes, que dar la razón al otro nos empequeñece. Y es todo lo contrario. El hombre avanza cuando aprende de sus errores; probando una y otra vez, encuentra lo adecuado.

El sermón de las Bienaventuranzas es toda una lección de humildad –de verdad–, un baño de realidad. Nos enseña que el camino es otro, que es todo lo contrario de lo que nuestra soberbia –cerrazón, oscuridad, ignorancia– nos indica. La felicidad se encuentra cuando no la buscamos, cuando salimos de nosotros y la damos a los demás. Que en la vida familiar perder, pensar en el otro, dar la razón, ceder… es lo que nos hace crecer, ganar el amor y, por lo tanto, ser felices.

También el empeño por ver lo bueno que tienen los demás, las razones que les mueven, incluso el comprender sus debilidades y sinrazones es camino de entendimiento, de enriquecerse personalmente, de poder ayudar. Todo menos la actitud cerril, cerrada, condenatoria. Esta no lleva a nada.

Para ser grandes, para cambiar el mundo, para ganar la batalla del amor nada hay más eficaz que lo pequeño, lo sencillo, lo cotidiano. Eso que parece poco, insignificante, tiene la fuerza de la pequeña semilla que acaba siendo un gran árbol. La amabilidad, la sonrisa, el trabajo bien hecho, la buena educación, el aprecio sincero a las opiniones de los demás, el saber rectificar y pedir perdón confunden a los poderosos.

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