Afrontamos la vida con fe ciega en el futuro, rindiéndole a él la emoción del momento, sacrificando por su causa los gozos presentes. Pensamos, incluso, que se trata de una regla natural, impuesta desde los orígenes. No es, sin embargo, idea demasiado antigua. Fueron los judíos quienes establecieron por primera vez una clara separación entre el pasado y el porvenir. En ella basaron su pacto con Dios: la justicia y la prosperidad serán alcanzables pronto y aquí. Pero, junto a la esperanza que tal concepción inaugura, surge, en ese mismo instante, la conciencia de lo efímero, el sentimiento de que, una vez que algo ha sucedido, desaparece para siempre. El tiempo, entonces, pasa a ser un bien precioso, algo que no se debe dilapidar. Y no sólo para la colectividad, que camina hacia la tierra prometida, sino para cada individuo, que persigue su particular paraíso. Hay, pues, un fin que conseguir, la peripecia es itinerante y no cabe perder minuto alguno de una existencia transformada ahora en tránsito.

Poco importó que el sustrato cambiara. La revolución industrial, las utopías socialistas, el nuevo horizonte de la tecnología, exigen idéntico tributo: mis horas tienen que ser productivas, útiles, provechosas para mí y para los demás. El concepto mismo de "progreso" revela el triunfo absoluto de esta determinada forma de entender la historia y las historias.

En tales condiciones, no extraña la facilidad con la que aceptamos que nos escriban el guion. A golpe de calendario, cubrimos las sucesivas etapas de una biografía modélica: la enseñanza obligatoria, la jornada laboral, el weekend, las vacaciones cuando correspondan, la jubilación en su fecha... Inventos falsamente benéficos que enmascaran, bajo el disfraz de una óptima organización, ese estúpido bailar al son que nos tocan.

Porque desconfío de un mañana que quizás no veré y me asombra el éxito rotundo de lo que nunca dejará de ser una hipótesis, me atrevo a sugerirles que no traicionemos más nuestra libertad. Riamos o lloremos no cuando se nos autorice, sino cuando nos apetezca, robémosle poder a ese reloj rutinario que nos uniforma, aletarga y aburre.

Ya sé que asusta. Que así, casi con total seguridad, no lograremos fama, ni reconocimiento, ni las muchas baratijas con las que el sistema premia el mérito de los obedientes. Aunque sí, con el orgullo intacto de quien se sabe único, la impagable sensación de que no malvendimos nuestra dignidad.

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