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Siempre inquietan las represalias laborales contra un columnista. En la COPE y en TRECE han prescindido del volcánico Salvador Sostres por un artículo eruptivo donde no aparecía precisamente como un gran fan del papa Francisco, esta vez a cuenta de las últimas disposiciones vaticanas sobre el Opus Dei. Sostres sí aparecía como simpatizante del Opus Dei (aunque no como experto). Yo tampoco estoy de acuerdo con el artículo, claro, salvo en el aprecio a la Obra; pero es paradójico silenciar a un escritor en una sociedad que presume tanto de pluralista, mientras pasa los discursos cada vez por un tamiz más fino.
Sostres es uno de nuestros columnistas más talentosos, aunque fino no es, desde luego. Eso facilitaría refutarle de frente en el campo de honor de las ideas claras y precisas, ¿no? Tampoco me gustó la carta del director de ABC diciendo que, aunque Sostres escribía en el ABC, no era el ABC. Es una obviedad. Lo que yo digo en esta columna de Joly no es necesariamente lo que piensa la casa. De hecho, muchas veces será lo contrario. Salir a decirlo sería un insulto a la inteligencia de unos y otros. Aquí jamás lo han hecho. ¿Qué necesidad?
El artículo en cuestión era lo suficientemente epigramático como para montar un escándalo. No decía nada, sin embargo, que no hubiese dicho antes, mejor y más fuerte Dante de los papas de su tiempo. “La voz de Dante se levantó impetuosa y severa contra más de un Pontífice Romano”, aplaudía Pablo VI y el papa Francisco dedicó al autor de la Divina Comedia la preciosa carta apostólica Candor Luis Aeternae. ¡A ver si los escritores iban a tener más libertad en plena Edad Media, con la matraca que han dado con lo de la Edad Oscura, que en esta Edad de Luz!
Nada de esto sorprenderá a Sostres, que será todo lo enfant terrible que se quiera, pero que no tiene un pelo de tonto. Seguro que sabía que su gesto de amor a la Obra quedaría sin agradecer. El amor al Papa es una dimensión no discutible del espíritu del Opus Dei, pase lo que pase. Lo que hace más desesperado y heroico el canto rabioso de ternura herida de Sostres. Yo, leyéndolo, recordaba la furia de Léon Bloy, y una frase innegociable de aquel trueno francés: “Un acto de amor nunca es ridículo”.
El artículo merecía o una gélida repulsa del lector o una réplica o una gratitud disconforme o una admiración a su temeridad sin mesura o todo a la vez, revuelto. Ni cancelación ni despido.
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