T ENGO que confesar que, en estos días, es difícil contener la indignación, viendo cómo con tanta facilidad y clara impunidad, los que nos gobiernan –es un decir– no han dudado, ni un instante, en dilapidar el costosísimo patrimonio de libertad, derechos e igualdad que los habitantes de este país, los ciudadanos de esta nación, hemos logrado al cabo de decenios de ilusionada pero costosísima lucha, enfrentados a los que nos han creído en una permanente minoría de edad, circunstancia inexistente que les justificaba un tutelaje que alcanzaba hasta las cosas de entre las sábanas. Y hétenos aquí que aquellos que se nos presentaban como paradigma de las libertades no han hecho otra cosa sino engañarnos con auténtica vileza, con premeditada ingeniería de la falsedad para alcanzar posiciones de poder no menos dignas que las que otros alcanzan por el humano miedo que causan las pistolas, los empellones, el frío de los barrotes de las ignominiosas cárceles o ese otro frío más frío que se guarda bajo las losas de los cementerios o la tierra olvidada en las cunetas de los caminos.

¿Qué importan las diferencias? El resultado es el mismo, el secuestro de las voluntades, la conculcación de los derechos, la desigualdad ante las leyes que –ahora– provienen de un poder que, siendo posiblemente legítimo, se deslegitima en los modos de cómo se ha alcanzado; a través de la mentira, el engaño y la falsa invocación al bien supremo de una Patria que será de ellos, porque lo que sí es cierto es que esa Patria no es de todos.

Cuando estas líneas las esté leyendo el amable y paciente lector –seguro compatriota mío– casi con toda seguridad Pedro Sánchez Pérez-Castejón estará practicando en el Congreso de los Diputados –en el peor de los trápalas estilos– una falsa arquitectura de pretendido programa embeleco con el que luego será investido presidente, pero ya, ni con dulces de pastelería podrá convencer a nadie, ni siquiera a los suyos o a esos que fueron de un partido que ya no existe, porque él mismo, el aún presidente en funciones, se ha ocupado, durante el tiempo de su mandato, de desmontar y neutralizar ideológicamente, como si de un mecano intelectual se tratase, sustituyendo las convicciones democráticas –nunca exclusivas– que pudieron ir elaborando a lo largo de más de un siglo de existencia por el pensamiento vacío: la nada.

Sí, Pedro Sánchez es, democráticamente, el secretario general del Partido Socialista Obrero Español. Pero es, también, su sepulturero, su enterrador, porque al PSOE, de ahora al sepulcro de la historia, le queda poco menos que un suspiro más o menos largo, ello permitido –si no propiciado– por su propia militancia, inoperante y desactivada en un campo minado de miedos y perdidos en caminos de políticas falaces. Igualmente va a ser este Sánchez –sinónimo de embuste– de nuevo presidente del Gobierno de España, de esta España que ya se ha puesto las gafas de ver, las gafas de pensar, las gafas de votar. El PSOE está acabado. Y Sánchez –al tiempo–, también ¿O no?

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