En En tiempos de zozobra e inquietud, de inseguridades, y hasta de agresiones, si se quiere, sobre las esencias más definidas que tengamos, muchas veces se huye. Valentía o cobardía, ¿quién sabe?: la vida, que es así de simpática. A ver, me voy a explicar. Uno cree lo que le da la gana. No estoy hablando necesariamente de una sublimación espiritual del pan nuestro de cada día. No necesariamente, aunque también valga y mucho. La cuestión es que cuando trazamos nuestro rumbo personal estamos perfectamente legitimados para protegerlo frente a todo aquello que lo pueda inquietar y, si tenemos una poquita de sangre en las venas, obligados a hacerlo. Cuando las circunstancias se ponen oscurillas y amenazan con visos de verosimilitud, la primera reacción que cabe sostener es ocultarse del peligro, mantenerlo lejos, y nosotros discretamente apartados de lo que engrase el mecanismo del enemigo que nos enfrenta, aunque ni siquiera le hayamos buscado la boca, aunque sea totalmente gratuito.

Hay un montaje de musical, género que quien me conoce sabe que frecuento, que es todo un espectáculo: El Rey León. Animales de todo pelaje que hablan y cantan que es una barbaridad y que mueve un elenco humano y una tramoya material de vértigo. Muy impresionante y, al tiempo, estimulante. Estos días de atrás, en una vueltecita relámpago, cortesía del ya lejano Papá Noel del pasado año, he tenido la oportunidad de disfrutarlo. Para muchos, la historia que cuenta es la del triunfo de la vocación personal: hacer bien para lo que uno está llamado. Para mí, aunque también lo es, guarda otra enseñanza: a veces, la gente huye porque tiene que encontrarse de otra manera. Y ni quedarse ni marcharse significan algo definitivo en sí mismo. Se requiere ayuda para volver, aunque no te guste.

Pues resulta que en los previos del espectáculo (largos, todo hay que decirlo, callos y vermú más té raro mediante) la vida va y me tropieza con José Luis, un tipo que a su dignidad propia suma la que pone un alzacuellos. No siempre lo llevó. Antes era como yo, o más bien, yo debería haber sido como él. No me importa que lo lleve, porque aunque todos vean lo que eso significa, yo siempre miro al León. Una conversación redonda te ubica en el cante de ida y vuelta que mi (falta de) paciencia y la suya llevan alimentado más de treinta años. Sin decir nada -a veces, que otras ni te cuento- lo suelta todo y entonces agradeces que ande por ahí, en cualquier sitio, por si acaso te encuentra huido, eso que importa tan poco relativamente y que es tan normal y tan humano, tan saludable y tan justificable, para darte en el coco un golpetazo amable que te devuelva a tu sitio, protegido lo que sea menester, y vuelta a empezar como seas de verdad, no como quieres ser. Y el resto que fluya.

¡Joder, el León es un espectáculo rampante! Cualquier rey lo querría como su Rafiki.

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