Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Paternalismo y populismo liberal

La noble tradición del liberalismo no puede confundirse con el burdo populismo liberal

Es ya un lugar común que, en nombre de la ortodoxia liberal, se censure como paternalista toda política que quiera evitar que nos hagamos daño o actuemos contra nuestros intereses. En un sistema liberal no cabría poner coto a la autonomía, ya sea por nuestro bien. Así, si quisiéramos ir al infierno, lo verdaderamente liberal sería quitarnos trabas. Escribía hace unos días Daniel Gascón una excelente pieza en el que alertaba de cómo, detractores y benefactores del liberalismo, simplificaban a menudo una tradición, un concepto, siempre complejo y en tensión. Este pretendido antagonismo entre paternalismo y libertad es un buen exponente. Basta pensar que la propia idea de constitucionalismo no sólo presupone límites, sino también órganos que corrijan a las mayorías cuando toman decisiones contrarias al pacto social. El control de constitucionalidad de las leyes es así, en su origen, una institución no más paternalista que liberal. Habría que recordar también que el liberalismo es una tradición ilustrada. No puede entenderse el paradigma liberal al margen del culto a la razón, y es por eso, precisamente, que ciertos ámbitos de decisión técnica se reservan al conocimiento experto y no al arbitrio del poder ni a la pura regla de la mayoría. Y es también la propia autoridad de la razón la que nos dice que las personas no siempre tienden a la buena decisión. De ahí que se nos imponga el uso del cinturón de seguridad o que no podamos comprar antibióticos sin receta. Se puede parodiar, si se quiere, que se regule la publicidad de alimentos objetivamente nocivos para los niños, pero hacerlo en nombre del liberalismo es también una forma de denigrar esta tradición. De otro lado, en un contexto de escasez energética y guerra, habría que desconfiar de quien, en nombre de la libertad, vilipendie como paternalista cualquier medida que racionalice nuestros hábitos. La noble tradición del liberalismo no puede confundirse con el burdo populismo liberal. Y, por supuesto, este paternalismo jurídico nada tiene que ver con que nos dicten, por nuestro bien, en qué creer, cómo vestir, qué novela leer o con quién y cómo hacer el amor. Todo eso, como explica un gran filósofo del Derecho, Macario Alemany, son exponentes de un perfeccionismo moral que, en un Estado liberal, ninguna autoridad puede imponer a los ciudadanos. Ahora bien, tampoco dicho Estado puede asumir la ideocracia como posibilidad o el infierno como destino.

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