Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Palmas para el poder

Los parásitos del poder tienen el sentido del humor de un rumiante que se engollipa con las críticas

El poder político, financiero, empresarial, sindical, laboral, cultural, religioso, deportivo, el de un capo y el de una matriarca, el poder en un patio de colegio y en una pandilla juvenil y en el presidio, el Poder, sea el que sea y donde sea, sólo quiere oír batir palmas y oler tufaradas de incienso. Un Consejo de Gobierno y un consejo de administración y una junta directiva y una curia diocesana demandan genuflexiones y cabezazos y besamanos. Sus miembros saben que a su alrededor revolotean profesionales de la coba -ay, también aficionados con el ansia de pasar al estrato superior para cobrar algo, lo que sea-, todos ellos con un implante biónico: donde deberían tener las cervicales tienen un muelle perfectamente engrasado para que el cuello permita la inclinación sumisa de la cabeza, su arriba y abajo -cuanto más baje mejor-, acompasando el movimiento con el "a sus pies" perruno.

El poder tiene el sentido del humor de una piedra (o uno tan extraño que los investigadores siguen sin dar con él). Pero sus parásitos tienen el de un rumiante con problemas que mastica y vuelve a masticar, sin tragar, engollipándose con cualquier crítica que reciban sus adorados líderes, sus admirados jefes. Mientras éstos suelen ignorarla ellos sufren como víctimas de un shock anafiláctico. Ese fanatismo, alimentado a partes iguales por las ganas de agradar aun a costa de ridiculizarse en público y el afán por abrirse paso para encontrar un hueco en el abrevadero de las sobras del gerifalte, impide a estos deslumbrados por el caudillismo o el padrinaje no ya descubrir, sino tan siquiera intuir que, una vez que se alcanza, el ejercicio del poder, en definición atribuible a Miterrand, consiste en convencer a los demás de que no se es responsable de nada. Y añadía el político francés: "Pero para eso es preciso tener una inteligencia admirable".

Y aquí está lo que les pierde a estos artistas de la rosca. Dan jabón con tal ahínco que ya no disciernen a quién frotan. Sólo se preocupan de hacer espuma. Su desesperación por congraciarse con el poder, por ser tenidos en cuenta por cualquiera que ellos creen que lo ostenta, aunque sea el que da la presidencia de una asociación de vecinos o la peña de equipo de fútbol -no hace falta siquiera que sea el que tiene un concejal de pueblo-, los empuja a echar horas extras con la lisonja. Y en esta dedicación a tiempo completo tiene un plus atizar a quien critica a su ídolo. Que no hace nada. O sí. Sí, sonríe como reprimiendo el asco.

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