La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

Microciudades

Primero vaciamos los pueblos para tener oportunidades y ahora saqueamos los cascos históricos para los turistas

Los españoles nos gastamos más de 45.000 millones al año en los centros comerciales que se han multiplicado como setas por todo el país. El boom del ladrillo se tradujo en su día en un boom de esos templos de compras, gastronomía y ocio que en USA eran sinónimo de modernidad, la crisis económica frenó el fenómeno -nunca lo paró- y ahora lo reactivamos poniendo al concepto un 4.0.

El sector está convencido de que el Centro Lagoh de Sevilla que acaba de abrirse, el segundo más grande de Andalucía después del Nevada de Granada, será un "antes y un después" en el modelo de compras y ocio en toda nuestra comunidad, un desafío añadido a la ya compleja movilidad de las ciudades, un factor disruptivo para el turismo y un experimento incluso como enclave sostenible -vergeles bioclimáticos en plena urbe-.

No hablamos de "compras" vulgares sino de "experiencias", los situamos en una escala de innovación de "cuarta generación" y nos acercamos a algunos de los modelos que se han situado ya en un referente global de la sociedad adicta al consumo: del Mall of América de Minnesota, el centro comercial más grande del mundo con un parque de atracciones y cinco montañas rusas, al Sunway Pyramid de Malasia que se rinde al antiguo Egipto, el Dubái Mall de Emiratos que tiene el récord global en visitantes o el Grand Canal Shoppes que ha levantado una pequeña Venecia en mitad de Las Vegas.

Instalaciones colosales y una oferta extravagante que termina levantando exclusivas microciudades. Justo cuando en Estados Unidos y Canadá apuestan por volver al comercio amable, a dar vida a las urbes con propuestas cada vez más cercanas, singulares y personalizadas, a este lado del Atlántico preferimos intensificar los efectos más perversos del progreso y agrandar la brecha de desigualdades: empezamos vaciando los pueblos en una imparable búsqueda de supuestas oportunidades y ahora parecemos dispuestos a saquear el corazón de las ciudades. Resulta paradójico, descafeinamos los cascos históricos para entregar a los turistas las postales más auténticas de nuestro patrimonio, de nuestra propia identidad, y nos mudamos a prisiones artificiales en forma de palacio donde matar el tiempo desconectados del mundo; enganchados al touch de la tarjeta de crédito. Luego nos lamentamos de que cierren los cines históricos sin atrevernos a recordar cuándo fue la última vez que pisamos uno… O que compramos en el mercado del barrio, en la frutería de abajo, en la librería de la esquina, en la panadería de toda la vida… Sí, aquella en la que el pan no era precocinado y sabía a pan.

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