Brindis al sol
Alberto González Troyano
Vieja y sabia
Su propio afán
No tengo ahora que recomponer mi postura. Describí lo que ha pasado -que la moción funcionaría- y también lo que va a pasar -en dos semanas la opinión pública agradecerá la oposición a Sánchez de unos… y no de otros.
Puedo recrearme, pues, en el pequeño detalle que pasará a la historia. Ocurre a menudo que se hacen grandes discursos o se escriben ambiciosos libros, pero la memoria colectiva escoge un matiz o una cita. De lo expuesto por Tamames se pueden sacar bastantes lecciones. Ojalá. Pero hay un momento en que el profesor dibujó una raya en la arena que no borrará el tiempo.
Fue cuando se quejó de la extensión del discurso de Pedro Sánchez para no decir nada. Y, específicamente, para no contestar a ninguna de las interpelaciones muy serias que le había hecho el proponente. Sánchez no habló de la reforma de la malversación y de la sedición ni de la enseñanza del español en Cataluña ni de las cesiones a Marruecos ni de nada. Y para eso nos echó encima una hora y cuarenta minutos de bla, bla, bla, bla. Tiempo sobrado para contar la historia de la República de Roma más el Imperio, recordó Tamames. La vicepresidente Yolanda Díaz soltó otro tocho vacuo de una hora y cinco minutos.
La queja no es una anécdota. Como los equipos de fútbol amarrones, lo que estos discursos pretenden es dormir el partido. Se llevan el balón a la esquinita del córner. Si cerraron inconstitucionalmente el Parlamento en la pandemia, ahora lo desactivan haciendo abuso de la palabra. Fíjense que los tiranos y dictadores están especializados en dar interminables peroratas. Es por algo. Hoy por hoy en el Parlamento nadie parlamenta, porque nadie escucha a nadie y hay quien se encarga de ser espeso para que no se le puede atender ni entender.
Junto a la importancia política, la pequeña frase de Tamames también la tiene estética y filosófica. El tiempo es bien precioso, como un casi nonagenario percibe mejor que nadie. Quien nos lo hace perder nos roba un oro que no es el del Banco de España, pero ahí se anda, si no vale más.
Ante estos discursos sempiternos soporíferos, tenemos ya para siempre la advertencia inapelable. Cada vez que un político empiece a aburrir a las piedras, alguien en su réplica se marcará un Tamames. A partir de ahora, sobre los soliloquios tediosos, sobrevolará el espíritu travieso de su llamada a la concreción. El economista nos ha ahorrado preventivamente un tiempo precioso.
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