El Poliedro
Tacho Rufino
¡No hija, no!
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Todos los finales de julio, cuando cruzábamos las felicitaciones de rigor, el querido Íñigo Ybarra se negaba a aceptar las explicaciones ya rituales con las que tratábamos de convencerlo de que celebraba su santo, como tantos otros homónimos, en el día equivocado, por más que la costumbre y el paso del tiempo se hayan impuesto a las distinciones de la etimología. En efecto, como saben sus paisanos y devotos, el nombre original del gigante de Azpeitia era Íñigo, que según parece eligió el que venera la cristiandad no reformada por admiración a la figura de san Ignacio de Antioquía, discípulo directo de Pablo de Tarso y Juan el Evangelista y por ello padre apostólico de la Iglesia, quien antes de ser devorado por los leones –en la pujante Roma del emperador Trajano– fue el primero en calificar con el adjetivo de católica, es decir universal, a la fe que apenas había comenzado entonces, en el primer siglo después de la Era, el triunfal camino que la llevaría a extenderse por todo el mundo conocido. No estaba en lo cierto aquel folleto ilustrado para niños, una reliquia familiar de mediados de los cincuenta, que empezaba diciendo: “En el Norte de España había hace muchos años una casa grande que llevaba el nombre de Loyola”, y añadía a continuación que el futuro soldado –“de mayor, se portaba mal”– y más tarde hombre santo fue bautizado como Ignacio. La asimilación del nombre de pila al electivo, reforzada por la cercanía fonética, se ha producido de igual modo en la lengua vasca, donde muchos Enekos comparten con los Iñakis la festividad del 31 de julio, cuando en propiedad deberían celebrarla el 1 del mes anterior, o sea, el día consagrado a san Íñigo de Oña, un monje benedictino, hijo de mozárabes bilbilitanos, que ejerció como abad en el monasterio de la ciudad burgalesa. Al contrario que Iñaki, por cierto, voz reciente, debida a la insuperable fobia sabiniana por los patronímicos latinos, tanto Ignacio, que frente a lo que habitualmente se dice no guarda relación ninguna con el fuego, como Íñigo o el muy anterior Eneko –Wanaqo en las fuentes musulmanas, que se refieren de ese modo al primer rey de Navarra– son nombres prerromanos de origen incierto, quizá etrusco en el primero de los casos y probablemente eusquérico en el segundo. De todas estas cosas –también, por supuesto, del fundador de la Compañía y de la obra que puso en marcha, en vano difamada por los sectarios de la Protesta– hablábamos con nuestro añorado e inexacto colombroño y ponerlas hoy por escrito nos ayuda a convocarlo con la bienhumorada piedad que merece su recuerdo. Felicidades atrasadas, amigo Íñigo, este día no tuyo es ya para siempre el nuestro.
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