Ignacio F. Garmendia

Lluvia

Postrimerías

El verano se fue y no ha traído -sólo un día, ya en septiembre- ni una mísera tormenta

25 de septiembre 2018 - 02:35

En qué ayer, en qué patios de Cartago, / cae también esta lluvia?", se preguntaba Borges, cuando ya no podía verla pero sí percibir -juraríamos haber visto una foto que lo muestra, ya anciano, con el rostro mansamente ofrecido para dejarse acariciar por la "lluvia minuciosa", pero no la encontramos ahora y tal vez sea uno de esos recuerdos falsos, tan por otra parte verdaderos- el sonido de las gotas al caer y sobre todo el olor, la bendita humedad que tanto echamos de menos cuando pasan los meses y la lluvia parece, en efecto, una cosa del pasado. Releyendo la obra de José Daniel M. Serrallé, que en uno de los espléndidos movimientos de su poema Aves nocturnas alude de pasada a la terrible sequía -"va para cinco años que no llueve en la ciudad"- de la primera mitad de los noventa, notamos que uno de los elementos recurrentes de su paraíso perdido, la Arcadia donde el niño vivió las horas de plenitud que ya añoraba de adolescente, son o eran las acostumbradas tormentas de verano, un verano de luz heridora y paisajes incendiados que quedaba de repente "ensombrecido, inesperado y grande en su misterio". Recordamos haber oído, cuando por fin acabaron las restricciones, que toda una generación de pequeños no había visto llover más que en la tele, y los padres hablaban de un asombro multiplicado -los niños y los pájaros siempre parece que se mojan por primera vez- que los llevaba a pisar los charcos con tanto mayor entusiasmo. Aunque las predicciones a medio y largo plazo disten de ser halagüeñas, no hay ahora, por lo que vaticinaron las cabañuelas y predicen los meteorólogos, riesgo inmediato de sequía, pero el verano se fue y no ha traído ni una mísera tormenta y sólo un día, ya en septiembre, cayó el clásico aguacero que al menos dejaba por unas horas ese olor maravilloso, conservado en los tiestos cuya tierra también transmite, aunque regularmente regada, esa sed ancestral, común a todos los seres que necesitan no sólo el agua, sino el aire limpio y la proverbial calma -nunca brilla el sol como a través de los claros- que sucede a la borrasca. La primavera fue generosa y el año hidrológico no se ha dado mal, pero hay ganas de lluvia y de los ritos asociados a la lluvia, tanto los que invitan al recogimiento como los que llaman a salir a los espacios libres o al menos al bar de la esquina, donde felizmente reviviremos esa cosa tan sureña de andar la parroquia entera refugiada bajo el toldo, por supuesto insuficiente, de la minúscula cervecería, mientras se lo ve venir al poeta -gabardina y deportivas, andar vacilante si la noche fue dura, sonrisa maliciosa que sugiere eso mismo- pidiendo desde lejos el primer tanque de la jornada.

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