La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Laicidad excluyente

LA caja de los truenos está abierta. El nulo tacto y la falta de sensibilidad que muestra el Poder en muchas de las medidas que va tomando pueden generar de todo menos sosiego. El laicismo excluyente, que, como tantas veces se ha dicho, nada tiene que ver con una sana laicidad ni con la no confesionalidad del Estado que asegura la Constitución, se ha despertado en nuestro país con similares ribetes a los del nacionalismo totalitario: todo el que no piense de acuerdo con la ideología dominante debe ser aislado o vejado a conveniencia.

Tal vez por ello caminan de la mano uno y otro y proceden en última instancia de una misma fuente. Paradójicamente, una convulsión tan profunda como gratuita se hace bajo apariencia de normalidad, un sofisticado aparato propagandístico, y mediante la aviesa fórmula, hasta el presente exitosa, de culpabilizar a la víctima, cargando el daño que se le inflige a ésta a su ejecutor o verdugo.

Otras vías escogidas son la erradicación sin más de símbolos estrechamente vinculados a nuestra propia tradición cultural, la condescendencia y el apoyo a las alternativas opuestas a ésta, la presentación de una Iglesia Católica de fieles enfrentados a su jerarquía, la promoción de los disidentes de ella, la equiparación de la religión cristiana con la intolerancia y el fanatismo o, sencillamente, las mofas más burdas al sentimiento religioso con vistas a su descalificación. Bastaría con citar como ejemplo unos cuantos casos de películas, exposiciones, libros y obras de teatro recientes que están en la mente de casi todos.

Lo dicho viene a cuento de esa mezcla de cristianofobia y laicismo que va adueñándose progresivamente de nuestro país y amenaza con enconarse en los próximos años. Promovido desde grupos minoritarios pero muy activos, ha contado con la inestimable ayuda del Poder, de influyentes medios y ámbitos culturales y de unas élites de diversa naturaleza pasadas a la moral de situación y la buena vida.

Pero el deseo de extirpar lo cristiano de los ámbitos públicos y de la cultura no hubiera sido posible sin un ambiente propicio para ello en Europa y, sobre todo, sin el pecado de omisión de buena parte de una sociedad como la española, que, a pesar de reconocerse mayoritariamente en los valores, las costumbres y las raíces cristianas, ha hecho dejación de la defensa de sus derechos al respecto, entregando la administración de los mismos a sus enemigos y optando por no darse por enterada o no querer coger el toro por los cuernos, fiero y duro como se presenta éste.

Ello ha hecho posible, insisto, que las ideas de la minoría se extiendan e impongan sin hallar una respuesta más contundente y eficaz de parte de la mayoría afectada. El hecho se agrava por la carencia de un instrumento político capaz de dinamizar a este amplio sector, canalizar sus inquietudes y concretarlas en leyes, entregada como está la Oposición a poner tierra por medio entre ella y sus votantes naturales.

Por otro lado, una tal desafección ha dejado el terreno libre para que actitudes tan peregrinas como las que se refieren al tema de los crucifijos, la placa de la Madre Maravillas, la Memoria Histórica, la Educación para la Ciudadanía y, sobre todo, al aborto, la eutanasia o la manipulación genética, puedan prosperar y llegar a ganar terreno.

Se podría decir que, al igual que los no nacionalistas en Cataluña, País Vasco o Galicia, los cristianos andan sin apoyos ni instrumentos que los defiendan eficazmente en la vida pública. Y, aunque a veces no falte en ellos el coraje, es todavía poco lo realizado para oponerse a lo que se les está viniendo encima. Porque, qué duda cabe, en este sector, las tortas, como en los referidos territorios, vienen desde hace tiempo siempre del mismo lado y las sufren los mismos.

Es verdad también que en esto se están pagando las deficiencias formativas de los católicos en tiempos de grandes cambios como los presentes, así como los efectos de ciertas experimentaciones postconciliares desafortunadas llevadas a cabo en el interior de la Iglesia, que hoy resultan difíciles de subsanar.

Si los cristianos conscientes hacen dejación de su deber y dejan el espacio libre para que otros lo ocupen en su contra, qué duda cabe que verán prosperar las ideas más obtusas y contrarias a sus principios y, lo que es todavía peor, experimentarán en su propia carne y la de sus hijos la fuerza cercenadora de sus derechos, sin que nadie provea a su defensa. Pero si además entendemos, como es lógico pensar, que lo que propugna el cristianismo es bueno para el hombre, es más, obra a favor de su causa, es indudablemente el mismo ser humano quien ha de resentirse de dicho déficit. Es sólo una cuestión de tiempo.

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