Salvador Giménez

Julio, mes 'manolestista'

Manolete es sin discusión alguna el torero que no solo marca una época, sino que trae unas formas definitivas a la fiesta Fue único dentro y fuera de la plaza y se convirtió en un mito

NO me gusta escribir de Manolete en agosto. No es más que recordar el epílogo de una trayectoria intachable. Es ir y venir a la tragedia, al morbo, al nacimiento de un mito popular. Aunque la fiesta de los toros debe conservar el halo de la tragedia, no me gusta la exaltación de la misma. Por eso mismo no me gusta hablar del último gran Califa en agosto. Linares, Islero, el doctor Garrido, el plasma no deben nunca eclipsar la figura de don Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete en los carteles. Un nombre, una figura que trajo al toreo -aunque muchos no lo reconozcan- las formas y modos que aún están vigentes.

Hasta el advenimiento de Manolete el toreo era en continuo movimiento. Gallito y Belmonte sentaron los cimientos del toreo moderno. La técnica y conocimiento de Joselito llevaron a parar los tiempos, por otro lado Belmonte descubrió que andándole y buscando a sus oponentes el pitón contrario, se podía colocar en unos terrenos hasta entonces prohibidos. Las formas comenzaban a cambiar. La prematura muerte en Talavera de Gallito y las idas y venidas de Belmonte frenaron la evolución generada en la llamada Edad de Oro.

Lo aportado tanto por uno y por otro fue asimilado por otros espadas coetáneos. Por un lado tenemos el caso de Chicuelo, curiosamente padrino de alternativa de Manolete, que aúna a la estética y formas gallistas la quietud y maneras de Belmonte. Por otro lado el toreo sobre las piernas y en constante movimiento aún continuaba vigente. No hay nada más que ver vídeos del maestro de Borox, Domingo Ortega y, en ocasiones, al viejo maestro de Madrid, Marcial Lalanda.

La aportación de los dos colosos tenía que ser culminada por alguien. La tauromaquia necesitaba una figura que fuese capaz de llevar hasta el final lo apuntado en la Edad de Oro. Los contemporáneos de José y Juan quisieron, pero no pudieron. Unos lo consiguieron a medias, en contadas ocasiones. A otros le costó sangre e incluso la vida. Tenía que venir, y vino, quien pusiera punto final a la obra.

Y fue en julio. Un mes de calor y en pleno verano. El día 4 de julio de 1917 hijo de un modesto torero de igual apodo y de la viuda de Lagartijo Chico nació la persona que cimentaría los fundamentos del toreo moderno. Manuel Rodríguez Sánchez no podía ser otra cosa más que torero. El ambiente familiar pesó en la decisión de aquel joven desgarbado y de quijotesca estampa. Manolete estaba tocado con el don de los elegidos y estaba llamado a marcar una época en el toreo, como también a poner en práctica una forma de torear que, a pesar de los años, no ha perdido ni un ápice de vigencia.

Aquel muchacho de Córdoba ya apuntó en su etapa como novillero unas formas distintas y distantes de cómo se había toreado hasta entonces. Los críticos de la época, pobres de ellos, no supieron ver lo que traía aquel novillero. La quietud, la colocación y la ligazón no eran más que defectos. Solo supieron ver en Manolete un estoqueador de época. Vivían en la nostalgia de tiempos pasados y de un toreo que, a pesar de Joselito y Belmonte, comenzaba a ser arcaico y aburrido.

Manolete tenía su fin trazado. Así llego a la alternativa aquel día de julio, mes marcadamente manoletista, en Sevilla. Chicuelo, quien en contadas ocasiones había culminado lo que los colosos Joselito y Belmonte apuntaban, le cedió los trastos de matar a quien el destino había marcado para culminar la obra. Ahí, en el dorado albero maestrante se inició el camino. Allí se comenzó el toreo actual, el llamado toreo moderno.

Muchos le han culpado de los males del toreo. Manolete es responsable del afeitado, del descastamiento del toro y hasta del estoque simulado. Como dice el escritor Delgado de la Cámara es lo más fácil, el muerto no puede defenderse. En sus obras desmonta a los envidiosos. Manolete es sin discusión alguna el torero que no solo marca una época, sino que nos trae unas formas definitivas a la fiesta. Los que le sucedieron bebieron en sus fuentes. Manolete fue capaz de todo. En el periodo de nueve temporadas fue el estandarte del toreo, también el de la sociedad destrozada por la contienda recién terminada. Manolete fue único, dentro y fuera de la plaza.

Nueve temporadas le bastaron para completar una obra que ha resultado vital para el toreo. Nueve años para convertirse en un mito. Hoy hay toreros que con veinte años de alternativa aún aspiran a algo grande y aún mantienen el crédito de aficionados o palmeros que esperan lo imposible. Manolete es mucho más que la tragedia de Linares aquel mes de agosto. Aquel final trágico vino a acrecentar su divinidad, pero lo humano ya estaba hecho. El toreo actual había iniciado su camino. Curiosamente todo comenzó en un mes de julio, mes manoletista por excelencia.

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