La esquina
José Aguilar
Ya no cuela el relato de Pedro
Tribuna de opinión
En un encuentro de jóvenes con Benedicto XVI, una chica le hizo esta interesante pregunta: “Padre Santo, el joven del Evangelio preguntó a Jesús: maestro bueno, ¿qué debo hacer para tener la vida eterna? Yo no sé siquiera qué es la vida eterna. No consigo imaginármela, pero sé una cosa: no quiero tirar mi vida, quiero vivirla hasta el fondo, y no estar sola. Tengo miedo de que esto no suceda, tengo miedo de pensar solo en mí misma, de equivocarme en todo y de encontrarme sin una meta que alcanzar, viviendo al día. ¿Es posible hacer de mi vida algo hermoso y grande?”
Pienso que hay que tener mucha calidad personal para plantearse estos interrogantes, para no querer dejar pasar la vida sin pena ni gloria. El miedo no es bueno, pero tiene sus aspectos positivos. Es una reacción natural que nos impide meternos en laberintos intrincados, en locas aventuras: miedo a fracasar, a quedar mal, a hacer daño.
Quisiera aprovechar estas palabras para crear un cierto desasosiego que nos ayude a despertarnos de la fácil modorra en la que solemos caer. ¿Cómo estoy gastando mi vida? ¿La estoy malbaratando, tirando? ¿Renuncio a los sueños que tuve en mis mejores momentos?
Respondía el Santo Padre: “Con su pregunta, nos ha dado una descripción de lo esencial de la vida eterna, es decir, de la verdadera vida: no tirar la vida, vivirla en profundidad, no vivir para sí mismos, no vivir al día, sino vivir realmente la vida en su riqueza y en su totalidad. ¿Y cómo hacer?... intentar conocer a Dios. Y así sabemos que nuestra vida no existe por casualidad, no es casualidad. Mi vida es querida por Dios desde la eternidad. Yo soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto conmigo en la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mí. Mi vida es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en profundidad y me espera”.
No ténganos miedo de hacernos preguntas, de estar a solas con nosotros mismos, de pensar. Atrevernos a ser diferentes, a llamar la atención, si es el caso; a movernos, aunque no salgamos en la foto. Conformarse con lo políticamente correcto, vivir de eslóganes de los demás, mimetizarse con la vida, callar, aburguesarse, venderse al mejor postor no es digno de la persona humana.
Jesús nos dice en el Evangelio: “No les tengáis miedo…No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno…Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos”. Nos invita a vivir sin respetos humanos, a velar por lo que realmente nos hace bien, a ser libres, a confiar en quien sé que puedo confiar: en Dios.
Hoy se ridiculiza mucho al creyente, sobre todo si es católico. Hacen burla de la moral. Se ríen de Dios. Confunden tanto la libertad que la utilizan para esclavizarse. Pero el tiempo lo pone todo en su sitio. No podemos tener miedo a los que se han apropiado el mundo. El mundo es nuestro, el auténtico, el que ha salido de las manos de Dios. Vamos a disfrutar de él, a ir por la calle con la frente bien alta, sin complejos mojigatos. Sin miedo.
“¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, –os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza– permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!” nos decía san Juan Pablo II.
En muchas ocasiones tenemos miedo de nosotros. Nos miramos y nos horrorizamos. ¡Cuánta traición y miseria! Tenemos pánico al silencio, a la soledad porque no queremos reconocer a ese yo que soy yo. No nos gustamos y nadie acaba de agradarnos. Esto es debido a que nos fijamos más en lo que hacemos que en lo que somos. Con el tiempo, a fuerza de perder la perspectiva de la mirada divina, de vernos en Dios y de ver a Dios en los demás, nos perdemos en el laberinto de los espejos deformantes de la feria. Nos vemos cabezones, enanos, alargados…Hay que volver a Dios, verse en Él.
Recuperar ese proyecto original para el que hemos sido hechos. Hacer de la vida algo grande y hermoso. Llenarla de sentido sabiéndome amado incondicionalmente y dando ese amor que he recibido a los demás. No tener miedo de volver, de rectificar, de recomenzar. Todavía es posible. Dios es ese que te transforma con su amor. Basta darse cuenta. Dejarse abrazar por Él y la vida te cambia. Atrevernos a volver a sus brazos, a pedirle perdón. Dejar que nos redima y no conformarnos.
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