Quizás
Mikel Lejarza
La Traca Final
Confabulario
Parece que el estreno mundial de Godzilla vs. King Kong ha alcanzado un éxito mucho mayor del que esperaban las salas de cine. Asunto éste que pudiera atribuirse a las ganas de salir que apremian a la población del globo; pero también, claro, al carácter lúdico e insustancial de la película, que sirve como lenitivo para una realidad mucho más áspera y monstruosa. Hay, sin embargo, un aspecto simbólico de la película, que quizá pudiera explicar el inesperado entusiasmo que suscita este combate de bestias levíticas y que cabría definir como su economía dramática.
Recordemos que King Kong es un producto cinematográfico de los años treinta, cuya simbología resulta obvia: Kong es una versión contemporánea de La bella y la bestia (cómo olvidar a Jessica Lange en la película de 1976); pero, acaso en mayor modo, es una encarnación de la Naturaleza descomunal e intacta, hollada por los grandes aventureros de aquella hora (el Tarzán de Burroughs no es sino el anticipo art decó de la gran bestia). Godzilla, por su parte, es una criatura mítica del celuloide japonés, cuyo origen hay que buscarlo en la posguerra mundial y en la espantosa novedad atómica de Hiroshima y Nagasaki. El monstruo antediluviano es, entonces, el fruto de una Naturaleza envilecida, extraña, vulnerada en su intimidad por el conocimiento humano, y cuyo resultado -cuyo castigo a tanta audacia- es este ser colérico y abisal. De modo que, en un primer momento, podríamos conjeturar que esta afluencia masiva a los cines se debe al espectacular combate entre el ultimo hijo de una pureza milenaria y el primer vástago, aterrador, del imperio del hombre. ¿Y quién ganará esta lucha a muerte, el desafuero humano que alienta en Godzilla o la imperiosa brutalidad de la Naturaleza que respira en Kong?
Una razón más inmediata, añadida a las dichas, es la sencillez con que dicho combate dramatiza nuestros temores. La monstruosidad de Kong y Godzilla no es sino una imagen plástica de la colosal envergadura de cuanto hoy nos amenaza. Y su combate es el combate de dos miedos modernos: el miedo a que la ciencia nos destruya y el miedo a que la naturaleza nos devore. Pero también el miedo a que la ciencia no nos salve. Y aquel ideal romántico que aún sueña la Naturaleza como una diosa favorable. Digamos, en fin, que en la apretada danza de Kong y de Godzilla se resumen-para alejarlas durante dos horas- una porción no desdeñable de nuestra angustias.
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